martes, junio 28, 2005

09. Madonna ideología

Recuerdo la primera fiesta a la que asistí en La Habana. Yo acababa de llegar a Cuba proveniente del inmenso Distrito Federal, allá en México. Acababa también de iniciar mis estudios secundarios en la escuela Carlojotafínlai, en el Vedado, y todo me parecía nuevo y maravilloso. Me sentía un poco Colón en esa fermosa tierra que se abría seductora ante mí, al tiempo que me sabía el hijo pródigo que por fin vuelve a casa... En esas condiciones, decía, fui invitado a una fiesta.
Yo soy como los perros, los sonidos muy agudos hacen que se me ericen los pelos y supongo que eso condiciona mi gusto musical. La salsa —o casino, como entonces se llamaba en Cuba (“salsa” era un nombre contrarrevolucionario, gestado allá en NiuYol)— siempre me pareció excesivamente alta, demasiado bullanguera para mi gusto por las sonoridades graves. Mi genética ineptitud dancística también cuenta, pues una música cuya existencia está condicionada al baile (no puedes pensar, leer, conversar o simplemente oír mientras suena la salsa) me resulta en exceso inútil —sí, ya sé, el inútil soy yo, pero es más cómodo culpar a la música...
El caso es que estaba en esa fiesta, mirando con suma atención las contorsiones de las otrora sobrias compañeritas de escuela (allá en el aula, con su saya amarilla, blusa pulcra y pañoleta roja me parecían el epítome del bien portarse, y aquí, en el calor nocturno invocaban algo desconocido y anhelado), y yo, con infantil cuadratura mexicana pensaba: Dios mío pero esto es el infierno; y gozoso y dantesco como siempre he sido pugnaba por adentrarme en ese averno dulce, misterioso e insinuante... Poco después, alguien pidió que cambiaran la música y para sorpresa mía todas esas comprometidas pioneritas seremoscomoelché comenzaron a brincar y a corear aquello de I'm a material girl...

Sí, Madonna es Madonna, incluso allá en el “comunismo”.

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Claro que la contradicción no es síntoma de cubanía, sino de humanidad. En tanto humanos (individuos sociales) somos ya contradictorios: animales que reprimimos nuestra animalidad —y nos ofendemos si nos gritan mamífero—; egoístas solidarios, salvajes comunales; cavernícolas con municipio, patria y partido... Somos unos verdaderos voyeurs (rascabuchadores, se dice en Cuba), siempre mirando al prójimo para poder ser nosotros. Antes, lo recuerdo bien, todo era ideología; hoy está de moda ignorarlas y denigrarlas. Yo soy un extremista, por eso intento mantenerme en equilibrio zen o cero —me parece que “eso” es más radical que ser un simple radical—; y tan ridículo me parece vivir la vida como si fuera una idea, como hueca me parece una vida despojada de toda idealidad.

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Pero a mí lo que me gustaba entonces era el rock (hablando de contradicciones), y no cualquier rock sino el pesado —el muy pesado, de hecho. Sin embargo el rock se consideraba una música contrarrevolucionaria, por más que los grupos que me gustaban escribieran letras sobre la inequidad e injusticia del sistema capitalista —textos ingenuos, sin duda alguna, pero revelaban una inconformidad individual ante lo social que no existía en las músicas capitalistas avaladas por los censores socialistas. Así, no había ningún problema con Pimpinela o con los ultrapatéticos españolitos de Formula V, o con José José o con Los Bukis, pero escuchar a The Clash, por ejemplo, era muy mal visto. En ese mismo sentido, en las fiestas no se podía poner música de la cubanísima Celia Cruz (traidora de traidoras) pero a nadie le importaba que escucháramos a la chica material y nos impregnáramos de su filosofía.

Tenía por entonces un amigo que por sí mismo merece un tomo entero en la enciclopedia de cubanos ilustres y desconocidos. A los trece años ya se había chutado una buena tercera parte (por lo menos) del pensamiento clásico occidental —digamos, entre Platón y Shakespeare—, y comenzaba por aquellos años a escribir sus primeros sofismas. Era un buen misógino, un excelente misántropo pero sobre todo, un tipo tímido y torpe a carta cabal —me refiero, claro, para las superficialidades sociales. En definitiva, era un autosuficiente (y en la Cuba de entonces ese era el peor insulto que se podía lanzar a alguien). Fue él quien desde sus trece (años sí, pero también trece a secas) me preguntó aquella noche: ¿no te parece una hermosa contradicción? Yo, con mi simplonería habitual, reviré: pero, ¿por qué cantan eso? No te preocupes, respondió él, aquí nadie habla inglés; simple y llanamente, no saben qué están cantando...

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Ayer recibí un email de una argentina que asegura ser comunista y me escribe para hacerme saber que no merezco mi apellido pues “el Che murió peleando junto a Fidel”. No pude (no quise) reprimirme y le respondí que era una estúpida ignorante porque el Che no murió luchando junto a Fidel, y la prueba de ello es que éste último está bien vivo y es bien absoluto, mientras el otro está absolutamente muerto. Si en Cuba escuché a un montón de cubanos asegurar que todo lo que “viene” del capitalismo es una maravilla, fuera de la isla me he topado con demasiados idiotas de signo opuesto y que sin saber de qué coño hablan, aseguran que todo en Cuba es fantástico. Como dije antes, soy radical y por eso mismo las posturas radicales (las apariencias de radicalismo) simple y llanamente me provocan bostezos. La tipa cierra su email recitando aquello de "Hasta la victoria siempre" y no puedo evitar pensar que el mundo está lleno de pendejos que creen que por repetir unas cuantas consignas guevaristas son como mi comandante Guevara. La argentina asegura que le doy asco porque ella sí es comunista y no tolera críticas a Fidel Castro, paladín (piensa ella) del comunismo... Yo, por mi parte, no la soporto como no soporto a los fidelistas que viven lejos de Fidel: me parecen todos cobardes. Si Cuba y Fidel le parecen lo más grandioso que se vaya a vivir a Cuba (yo viví en la Isla diez años y lo hice por voluntad propia, nadie me obligó a ello —y a eso, en Cuba, se le llama ser comemierda). Si de verdad adora el “comunismo” (es decir, si de verdad cree que el sistema cubano lo es) pues que vaya a comer de la libreta y a vivir sin internet, así al menos no podrá escribir cartitas bobas dándose golpecitos en el pecho. Pero como de verdad creo en la libertad de expresión, me limito a ejercerla (a decirle estúpida e ignorante) y en verdad no le deseo los males antes descritos (vivir en Cuba, y todo eso), porque estoy seguro que esa “comunista” no aguanta ni doce meses viviendo en el “comunismo”.

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Todo esto me lleva a preguntarme, ¿qué es el comunismo? Yo, a pesar de todo, soy un idealista, por eso llamo comunismo a una serie de ideas de libertad e igualdad. Como soy idealista llamo idiotas a quienes creen que el comunismo es una realidad práctica que se ejerce en países como Cuba y que, en mi opinión, no son ni comunistas ni van a llegar a serlo por esa vía. Claro que existen dictaduras erigidas en nombre de tales ideales pero yo estoy seguro que no puede haber una plena libertad social si no hay antes verdaderos principios de libertad individual. Por supuesto, esto no indica que donde hay mucha libertad individual hay comunismo, de ninguna manera, tan sólo quiero indicar que lo primero es condición ineludible para que exista lo segundo (o qué, ¿les parece demasiado obvio?).

Pero así como hay personas capaces de defender la idea por encima de la realidad real, hay seres que creen que la realidad se forja por sí sola, sin el concurso de las ideas que los hombres tenemos de ella. Tal es el caso de los “pragmáticos” que piensan que el pragmatismo no es una idea; pero de ello escribiré otro día. Hoy me he quedado sin ideas y sin palabras: sólo pienso en esa estúpida argentina que cree que el apellido tiene que ver con el mérito (o con las ideas) y no con la biología y el registro civil. Por último, ni todo en Cuba es una maravilla, ni todo es una mierda —y lo mismo es válido para cualquier otro sitio. Pero en verdad pienso que esto último es un comentario gratuito: ustedes no son como esa imbécil y yo no tengo porqué aclarar las cosas de este modo. En resumen, estoy encabronado.

Mañana será otro día...

jueves, junio 23, 2005

08. Ficciones y realidades

Hace algunas madrugadas (a estas alturas me resulta imposible recordar cuándo exactamente; el tiempo ha perdido cierta importancia en los últimos días) leí Cuba libre, una novela de aventuras de lo más simpática y entretenida. El autor, Elmore Leonard escribió también Rum Punch, traducida en España como Cóctel explosivo, historia en la cual se basó Tarantino para filmar su Jackie Brown.
Cuba libre narra las aventuras de Ben Tyler, un vaquero asaltabancos a quien su amigo Charlie enreda en un negocio de caballos en Cuba. En verdad, lo que llevan entre la mierda de los equinos es armamento para venderle a los mambises (cientocincuenta escopetas, doscientos Smith & Wesson del 44, doscientas carabinas Krag-Jorgensen, quinientas balas por fierro y “unos cuantos machetes usados”) pues la historia transcurre en 1898. Apenas desembarcan en Regla comienzan a meterse en problemas; ignoran que unos días antes el acorazado Maine ha volado con quinientos marines a bordo justo frente a la ciudad de La Habana, así que dos norteamericanos y un barco con caballos no causan muy buena impresión a las autoridades españolas en la ínsula. Los yankis, como les llaman los españoles (quienes hablan y se comportan igual que el gallego ese que gobierna en la actualidad) van a dar con sus huesos a la fortaleza del Morro, sección Presos Políticos, bajo sospecha de ser espías de Washington. En prisión a Tyler se le quita ese bienpensar tan común en el pensamiento común norteamericano (¡oh, vamos a liberar al sufrido pueblo cubano del cruel verdugo español!) cuando los mambises presos le hacen ver que se avecina la sustitución de un yugo extranjero por otro (el resto de los personajes de la novela preguntan de cuando en cuando: “Pero, ¿de verdad crees que estos negros cubanos son capaces de gobernarse a sí mismos?” —pregunta que parece seguir en pie, pues la verdad es que los “negros cubanos” no tienen mucha representación en las altas esferas del poder, que digamos...).
Las armas, entretanto, han llegado a buen fin y los mambises, agradecidos, deciden sacar por las buenas al vaquero de prisión. Así comienza una aventura no excenta de dinero, balazos, traiciones, amores (¿qué sería de la Historia sin una mujer hermosa?) y todos los ingredientes que hacen que un folletín sea bueno. Por supuesto, no faltan ingenuidades, cursilerías y deslices, como aquel en el que los personajes hablan de la Isla de la Juventud, cuando todos sabemos que la Isla de Pinos trocó su nombre por uno más juvenil hace apenas una treintena de años. También hay un montón de pequeñas anécdotas de lo más irreverentes, como el mote que le dan los periódicos americanos a Calixto García: La momia cubana, ese viejo enjuto color chocolate. Aparece incidentalmente un joven teniente inglés, aficionado a los habanos y de apellido Churchill afirmando que “cuando los mambises tengan un ejército de verdad, aquí habrá una guerra de verdad”, y en una escena Tyler camina por La Habana con Fuentes, su contacto cubano en el negocio de los caballos, quien resulta ser insurrecto también, y al pasar frente a una pareja de la Guardia Civil, le comenta el yanqui al cubano:
—Mi padre los llamaba bárbaros, matones y no recuerdo qué más. ¿Tú cómo los llamas?
—Por lo general los llamo señores. Los guardias civiles se distinguen por su lealtad, dedicación y total falta de escrúpulos...
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Anoche volví a ver, después de muchos años, Brazil de Terry Gilliam. Se trata de un maravilloso encuentro entre Kafka y Orwell, Ionesco y los Monty Python. La primera vez que la vi fue en Cuba, allá por el 90 o 91, no recuerdo, durante esa temporada extraña que llamamos adolescencia (justo ayer me escribió Fernando Gaspar, viejo amigo desde los diez años, quien se preguntaba en el email: “¿o acaso alguien se olvida que además de disfrutarla la adolescencia duele?”). Bien, decía que vi Brazil durante la adolescencia, allá en La Habana, y se volvió inmediatamente una cinta de culto entre los tres gatos que conformábamos “nuestro” medio.
La película comienza en una oficina gubernamental (tecnologizada sí pero con tremendo aire retro) en la que un pequeño incidente cambia una letra en el apellido de la persona cuya ficha se está procesando. En consecuencia, la policía llega al hogar equivocado encarcelando al hombre erróneo (hacen un agujero en el techo desde el piso superior y caen sobre el pobre tipo frente a toda su familia). El personaje principal en esta historia es un burócrata tonto y aburrido que se ve envuelto en una serie de enredos que en verdad, nada tienen que ver con él. El problema radica en sus sueños llenos de frustración sexual, y concretamente en la joven que aparece en dichas visiones. Un buen día, mientras va a casa del sujeto al que arrestaron a pedir disculpas en nombre del Ministerio a la ahora viuda (“se trató de un pequeño error, no volverá a ocurrir” —dice el burócrata), ve a la mujer de sus sueños y ella huye de él. Comienza una extraña persecusión en la que él se lanza en pos de su más cara obsesión y ella se esconde de un funcionario del Ministerio que por vaya-usted-a-saber qué oscuras razones, va siempre tras ella.
Ella conduce un camión, él un monopolaza minúsculo que para colmo ha sido incendiado por unos vándalos de no más de diez años. La escena me recuerda un poco a aquellas hermosas secuencias de delirio post-industrial que han hecho imprescindible a Mad Max dentro de la cinematografía apocalíptica. Eso, pero aquí aparece a ritmo de sátira. Aquí no hay un malo persiguiendo al cínico guerrero de la carretera; aquí aparece un pobre idiota que acaba de ser promovido a una brigada de investigación, y una mujer bastante cínica, sí, dura (aparece con pelo corto, vestida como obrero o aviador —bueno, es ciencia ficción) que huye de ese loco que insiste en estar enamorado de ella sin siquiera conocerla.
Toda la historia está adornada con irónicos cuadros de opresión, pinceladas de omnipotencia. La dictadura se retrata con británico humor negro, así como la desidia burocrática —el soviético desgano—; y otra vez, todo esto a un cubano le resulta de lo más familiar...
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Kafka es uno de los grandes descubrimientos literarios de la adolescencia, pero (perdón por la presunción) descubrirlo en Cuba es en verdad un gran acontecimiento. Cuando leí El proceso por vez primera traté de imaginarlo en tonos brillantes, calor y caló tropical, PNR y segurosos, y el Señor K sería Compañero Q, y el autor, Paco Casca; y con eso, sólo con eso, sería una novela cubana. Bueno, hablando en serio, algo similar me ocurrió con las orwellianas 1984 y Rebelión en la granja. O con el gran Bulgakov también. Me ocurrió con THX-1138, la primera película de George Lucas, filmada, según sus propias palabras “cuando aspiraba ser un director de vanguardia y no el comerciante que hoy soy”. En fin, muchas de las películas y novelas que admiro en el terreno de la ficción totalitaria, de la farsa absoluta, de la prisión total, tuve el honor de descubrírmelas en Cuba.
También aprendí a bisnear en la patria socialista, aprendí a moverme entre las diversas clases sociales que no había en Cuba y aprendí también que la moral no tiene que ver ni con las moras ni con la iglesia, sino con el Partido y la Juventud. En Cuba comprendí que el derecho a huelga es una aberración pequeñoburguesa (así como la autonomía universitaria y toda forma de autogestión) y que los buenos periodistas no requieren ser censurados: saben de antemano qué conviene escribir y qué no. Pero elaborar un catálogo de contradicciones cubanas es un trabajo tan exhaustivo como inútil (lo mismo es válido para cualquier otro sistema) pues las ideas que pretenden justificar un estado de las cosas tarde o temprano acaban por contradecirse en la realidad práctica —toda teoría se supedita a la infalibilidad de lo Real.
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Hoy llega el novio de mi cuñada. Ha tomado el tren en Barcelona con destino a Toulouse pero hay un pequeño problema: llega a Tulús diez minutos después de la partida del último tren a Bogdó (disculpen la escritura tan fonética), y apenas nos enteramos comienza una frenética búsqueda telefónica e internética en pos de un autobús que lo traiga desde una ciudad que se encuentra a dos horas y media o tres por carretera... Nada. No puede ser, me digo, esto es el primer mundo y no puedo creer que no encontremos ni un autobús ni un vuelo charter que lo traiga hasta acá. ¿Cómo es posible?
Pues bien, es tan posible como que Sadirac (donde me encuentro) está a veinte kilómetros de Bordeaux y hay sólo dos autobuses al día para ir a la ciudad —eso sí, puntuales como ellos solos. Es posible porque aquí todo el mundo tiene carro, y además, ni siquiera pueden darse “el lujo” de tener un carro jodido. Cada cierto tiempo te detiene la policía para cerciorarse que tus neumáticos estén bien, que las luces funcionen correctamente (y que lleves focos de repuesto) y en definitiva que tu automóvil (voiture) esté “al tiro”. El transporte público, sobre todo carretero, es por lo menos, limitado, pues si tienes un automóvil en forma (y si no está en forma mejor no lo tengas porque te la pasarás pagando multa tras multa), ¿para qué vas a necesitar los servicios de un autobús?
Así las cosas, parece que llegará mañana...
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Recuerdo fundamentalmente un largo viaje en Cuba a los quince años con mis camaradas Dante y Gualber (sí, Canek, Dante y Gualber... vaya trío) a Guantánamo. El viaje de ida fue “normal”: el autobús hasta Santiago —doce horitas— y después dos o tres horas de pie en un interprovincial de segunda o tercera o cuarta hasta la capital guantanamera. Nuestro plan era subir a la sierra y recorrer en balsa todo el río Toa hasta su desembocadura. Para tal efecto elaboramos un plan de diez días (incluyendo dos de asueto en la ciudad) y llevábamos varias latas de leche y comida, una balsa inflable y remos desmontables, un par de machetes pal monte, cámara fotográfica para inmortalizar nuestra aventura, detallados mapas de la zona (desgraciadamente militares) y Dante, obsesionado con las cosas del cielo, llevaba un telescopio para escudriñar las estrellas; tan patético el artefacto que los puntos de allá arriba se veían un poquitico más grandes...
Llegamos a Guantánamo cuando comenzaba a oscurecer, cargados de bártulos y con nuestra indumentaria habitual: Glauber y yo con las greñas un poco más creciditas de lo escolarmente admitido; Dante, en cambio pelado al raspe. Él, según sus propias palabras, era entonces un punk tropical. Vestía su uniforme, botas militares hasta media pierna, pantalones de mezclilla cortados a medio muslo (y convenientemente deshilachados, claro), cinturón negro con pinchos y camiseta blanca con una enorme A negra encerrada en una O del mismo color. Glaubert atravesaba su etapa existencialista y cargaba con un cuaderno en cuyos forros podía leerse Pensamientos Filosóficos y en el que nada, pero digo nada, había sido escrito (eso sí es ser conceptual y no mamadas). Vestía Glauber como vestía en aquella época la autodenominada farándula —todos esos lectores de Kundera que escuchaban con embeleso la poesía de Silvio Rodríguez: pantalón bombacho, sandalias y camisas cuatro tallas más grandes, aderezado todo con el sombrero más extraño que pueda encontrarse y rescatando de paso un par de prendas del abuelo. Yo era un friki. Vestía de negro, ropa entallada, caminaba encorvado dando ligeros saltitos “pa mover la mata”, y sólo escuchaba a Metallica en aquel entonces...
Para llegar de la estación de autobuses a casa de las amigas donde íbamos a pasar la noche (una jimaguas que estudiaban danza en La Habana) teníamos que cruzar la plaza principal de la ciudad. Nuestra discreta estampa no logró pasar desapercibida en aquella población empobrecida, cuyos estratos más oprimidos y atrasados no dudaron en hacernos saber que nuestra presencia no era del todo grata: ¡Maricones! Regresen paLabana, singaos. Allá todos son maricones como ustedes tres, aya, repinga, ¡singaos! Y así caminamos, bajando valerosamente el rostro ante tamaña muestra de fervor fálico-regionalista, y sonriendo cómplices entre nosotros: Están enfermos, asere, enfermos de palurdismo...
Pero quiso la mala fortuna que una perseguidora con dos azules a bordo comenzara a rondarnos. A paso de tortuga con nuestros bártulos encima llegamos a la casa donde nos esperaban sólo para descubrir que no había nadie. Los policías, ni tardos ni perezosos, nos piden los papeles y acto seguido, que los acompañemos a la estación. Y allá vamos, otro kilómetro a pie y con las mochilas encima pues los hijoeputas de los azules se negaron a llevarnos a bordo de la patrulla (vaya, ni nuestros bultos llevaron). Cuando en la estación de policía desmantelaron nuestros paquetes y descubrieron la balsa, los remos, la cámara fotográfica, el telescopio, los machetes, los mapas y mi cuchillo de montaña (en realidad una bayoneta de AK-47 de la que me “apropié revolucionariamente” durante una de tantas prácticas militares); cuando vieron lo que cargábamos, decía, se alucinaron inmediatamente con que éramos espías y que pensábamos infiltrarnos en la base de las Fuerzas Armadas Revolucionarias para luego cruzar la Bahía en balsa e ingresar ilegalmente a la base que el ejército imperialista yanqui posee en Guantánamo y venderles así importantísimos secretos militares previamente fotografiados con nuestra camarita rusa...
Nos pusimos a temblar, claro, porque eso se llama traición a la Patria y allá te fusilan por “eso”. Casi llorando les explicamos nuestro proyecto (el río Toa, el viaje iniciático, el contacto con la naturaleza) pero no nos creyeron: Quién pinga les va a creer esa historia, dijeron los muy idiotas, alucinando una historia aún más increible. Digo, éramos tres adolescentes atolondrados, a veces empastillados y siempre irreverentes, indecentes e incorrectos; pero de ahí a ser espías... Cojones, después dicen que el mariguano es uno.
Al fin, nuestras amigas llegaron a su casa y los vecinos les contaron de nuestro infortunio, así que llamaron a su tío, quien tenía un cargo importante en la Seguridad del Estado a nivel provincial y el tipo nos sacó de ahí, no sin advertirnos que la cosa no está pa balsitas aquí. Cuando regresamos a La Habana lo hicimos en el tren “lechero”, parando en cada pueblo y haciendo un viaje de veinticuatro horas exactas...
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Y así, el Compañero Q recorre la Isla en el trasporte público en busca de un juicio justo o de un burócrata con sentido común... Todo esto, claro, narrado por un tal Paco Casca.

miércoles, junio 22, 2005

07. Eses fecales

Se retuerce tanto que su figura adopta cuerpo de S. Los cólicos deben ser tan poderosos como las contorsiones que realiza, enarbolando ambos puños con desesperación y fiereza —como boxeador a punto de perder su mejor combate—, endurecido el abdomen, las piernas encogidas. Frunce el ceño en señal de concentración, como si meditara en torno a los destinos del mundo; de pronto un sonoro bramido inunda la microhabitación y cierto delicado olor a mierda mana de la parte posterior del pañal. El futuro del mundo está en tus manos, hijo mío; guárdalo bien en tu pañal.
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Para la mierda se han inventado mil metáforas y eufemismos; yo suelo decir que voy a la casa de la cultura, cuando en verdad debo asistir a una importante reunión con mis accionistas en la sala de juntas: impostergable, no me pasen llamadas, por favor. En fin, hay gente va a hacer popó, gente que prefiere defecar, gente que siempre la caga, gente que expulsa sus detritos, gente que libera a willy o que simple y llanamente, descome. Lo que sí está claro es que la mierda es mierda llamémosle como le llamemos. También es cierto que tanto en el “mundo real” como en el de las metáforas siempre buscamos estar lo más lejos posible de ella. Claro que me resulta imposible enajenarme de ese pañal o de ese culo sucio que espera (a juzgar por los berridos de su portador) impacientemente una limpieza. En fin, compruebo que el nuevo pañal no tiene mierda prempacada en su interior y se lo pongo, no sin desconfianza.
Dos minutos más tarde, un sonoro pedo me saca de mi absorción...

06. Yo, vampiro

El bebé ha nacido. Son las dos y media de la madrugada y debo atravesar el centro hospitalario para ir al edificio principal a llamar por teléfono. Antes de salir de casa ya me había preparado mi cigarro especial para festejar el notable acontecimiento y aprovechando la oscuridad, la soledad, la felicidad y los malditos nervios me lo fumé ahí mismo, caminando en la noche transfigurada. Las extrañas secuencias armónicas de Schoenberg parecen sonar quedamente, pero son los insectos de la noche solazándose en los jardines los que provocan tal efecto. Me lo fumé casi de un tirón. Aún llevaba la bata que me ordenaron ponerme en la sala de parto. Me llega más abajo de las rodillas y la mangas un poco más arriba de las muñecas. También me dieron unas zapatillas de papel para poner encima de mis botas y por poco reviento el papelito de porra ese. El caso es que divago y vago en la noche y las luces que están a la altura del piso para iluminar los jardines proyectan mi sombra contra las paredes de los edificios. La noche es mía y el drácula que llevo dentro sonríe maliciosamente, mostrando colmillo izquierdo. Camino directamente hacia mi sombra, proyectada en el edificio al que me dirijo y no puedo evitar verme a mí mismo en una película de miedo (la proyección de mi silueta, el metafórico traje de vampiro, la soledad nocturnal) y tampoco puedo evitar mover los hombros un poco y simular que soy un vampiro muy malo que a colmillo armado va asaltar el banco de sangre del hospital. Conforme me acerco a la puerta de cristales la sombra empequeñece hasta desaparecer cuando atravieso los vidrios y la fría y plana luz del hospital me revela que después de todo me veo muy mono con la bata rosa que me han puesto en la sala de parto...

05. De partos parásitos

El centro hospitalario de la ciudad de Libourne es un complejo de edificios variopinto, bastante feo y semivacío, lo que le otorga cierto aire de decadencia a pesar de lo cuidado de sus instalaciones. Lo primero que llama la atención al entrar es, precisamente, que el lugar no huele a hospital —ya saben, esa mezcla que parece incluir siempre alcohol, éter y detergente para platos, y que en lugar de brindar sensación de higiene acaba provocando náuseas. La sage-femme que nos recibe (literalmente, mujer sabia pero significa partera o comadrona), amable y atenta, enchufa a Noémie a un aparato que mide el ritmo cardiaco del protobebé y el tiempo de las contracciones de la protomadre. Cuando queda claro que los espasmos están aun demasiado espaciados, la doctora nos manda a dar una vuelta, a caminar un poco por los jardines del centro hospitalario. Como decía antes, el lugar comprende cierto mestizaje transtemporal y postarquitectónico en el que se mezclan salvajemente edificios que parecen de los siglos XVIII, XIX, XX y XXI. Algunos espacios recuerdan a aquellas bases lunares del cine de ciencia ficción de los años sesenta; otros, en cambio, parecen salidos de una novela de Balzac o Víctor Hugo. Entre edificio y edificio hay pequeños jardines poblados por gatos de hospital (bastante sanos los felinos) y todo el conjunto está atravesado por pequeños caminos para peatones unos, y para motores otros.
Así que por ahí andamos y nos sentamos bajo unos grandes árboles a tomar un chocolate ella y un café yo. Dos horas después volvemos a la maternidad para reconectarla al sistema de medición cardiaca: “Esto va pa largo”, pienso, contabilizando todos los cigarros que no podré fumarme mientras esté allá adentro. Una hora después la sage-femme reaparece para revisar el largo papel que de la máquina ha salido y nos lleva a otra sala donde a Noémie le aplicarán la peridural, siendo ése el único momento en que no se me permite estar con ella. Obviamente, aprovecho mi descontento para chutarme tres cigarros al hilo —allá afuera, acompañado por un hombre de lo más nervioso que cada cierto tiempo murmura algo incomprensible y me mira como quien busca a un aliado o a un confesor. A eso de las nueve de la noche Noémie está convenientemente dopada por el anestésico, librándose al fin de los terribles dolores contractuales (de las contracciones), y liberando mi mano también. Pero sólo por dos o tres horas, después comienza la verdadera labor de parto...
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Desde que leyera a Carl Sagan y a Steven Hawkins nunca he podido quitarme del cerebro la comparación entre el parto y el Big-Bang (el Gran Pum, en español). La imagen de la creación como acto destructivo —explosión, desgarramiento— fascina desde su origen mismo, pues todos provenimos de tal violencia. El universo en el que flota nuestro planeta surgió de una explosión, producto de cierta acumulación de gases que había en una cosa que no se llamaba Universo pero que supongo, se comportaba como si en verdad lo fuera. Es decir, antes del universo nada había, pero en esa nada se acumularon gases —que por supuesto “algo” son— y esos gases se prendieron (¿combustión espontánea?) dando origen al Universo. (Sí, bueno, estoy jugando pero la cosa va en serio). Con el nacimiento ocurre algo semejante: sabemos “todo” sobre el desarrollo del feto y el alumbramiento, pero en realidad nada sabemos al respecto. No sabemos lo que es ser feto aunque todos lo hayamos sido; no sabemos qué significa nacer a pesar de que todos hemos nacido. Provenimos todos de esa violencia iniciática y pasamos el resto de la vida desconociéndola, ahuyentando su espectro de nuestra mente, de nuestra vista...
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Las contracciones se hacen cada vez más fuertes, duran más y el intervalo entre una y la siguiente se reduce vertiginosamente. La sage-femme guía los movimientos musculares dando indicaciones constates, marcando tiempos y controlando la dilatación (a fin de cuentas se trata de hacer pasar una sandía por un orificio del diámetro de un limón). La partera grita como entrenador de equipo de futbol, dando instrucciones a toda voz, preparando la estrategia para la última ofensiva del juego: Allez, allez, allez; trés bien, trés bien, trés bien; encore, encore; voilá... Soufflez —y otra vez desde el inicio. Una grotesca tabla gimnástica se desarrolla sobre la camilla (piernas flexionadas sujetadas con fuerza por ambos brazos, cabeza al frente, tensión total) y los gritos de la entrenadora se hacen más audibles al tiempo que los gemidos llenan la estancia. Las contracciones se ven, flotan en el ambiente y el dolor ajeno es en verdad propio. Mi mano sostiene con fuerza una de sus piernas y ella se aferra a mi antebrazo como diciendo que por muy inútil que me sienta en semejante situación, al menos sirvo de agarradera...
La cabeza comienza a asomar por entre la piel que se estira y recuerdo involuntariamente al octavo pasajero, aquel que sale de la panza del astronauta. En su película, Ridley Scott hace una parábola bastante simplona (y por ello mismo efectiva) entre el parto y la aparición de aquel parásito en el abdomen del astronauta. Y es que el feto en cierta forma es un parásito también. Se alimenta durante nueve meses del organismo que lo porta, se apropia de su energía vital para vivir y encima le da patadas. Y ahora supongo que esté pateando mucho porque parece tener atorada la cabeza en el acueducto ese. El rostro de Noémie, enrojecido, parece reventar; me doy cuenta que la sage-femme y su ayudanta cuchichean que aquello no avanza —ya van unos diez o quince minutos con la cabeza a medio camino (o ese tiempo creo que ha transcurrido, no lo sé a ciencia cierta). La entrenadora grita con más fuerza y dice que ahora sí, ahora sí y ahora sí... Apenas sacó la cabeza comenzó a llorar. Ella transmutó el dolor por la beatitud en su semblante. Cualquiera diría que fue amor a primera vista pues apenas ella lo tomó en sus brazos, él dejó de llorar. Ella, en cambio, lagrimeó un poco...
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Mientras cargo a ese recién nacido pienso qué pensará él. Es decir, ¿piensa? ¿Qué ocurre con la conciencia y la autoconciencia a tan temprana edad? Estoy a punto de preguntárselo cuando me hace una extraña mueca que me obliga a reflexionar: Creo que dice que me deje de pendejadas. Quiero preguntarle qué se siente nacer pero parece algo cansado y no quiero perturbarlo con inoportunos cuestionamientos sobre el ser y el estar. ¿Fetidez viene de feto? ¿Tú qué opinas, muchacho, cómo huele allá adentro? Lo cierto es que el chico no huele mal. Sus párpados vibran dos veces e interpreto eso como un No, aunque dudo que signifique algo. La madre nos mira con ojos aborregados mientras la enfermera arregla los estragos que ha hecho éste al salir. Le digo al chico que esa es su mamá y él llora un poco. Vuelvo a preguntarme si es conciente de lo que ocurre y no sé qué responderme... ¿Lo soy yo?
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Ahora que ha nacido no es menos parásito, claro. Pero no debemos entender con esto que él es un caso aislado, pues todos somos parásitos. En tanto habitantes del mundo, de éste nos alimentamos, nutriéndonos y desecándolo (no, no es discurso de grinpís). Es cierto que alteramos nuestro entorno según nuestras necesidades pero ¿acaso no altera la superficie craneana el piojo que la recorre? ¿No elige el mejor cabello para depositar delicadamente sus pequeños huevecillos? ¿No escoge con detenimiento el punto en el que habrá de manar más sangre, el rojo petróleo de que se alimenta? ¿No destruye la solitaria la flora intestinal, ni depreda el ácaro la epidermis?
Sí, parásitos somos todos; aunque (disculpen ustedes) algunos lo somos más que otros...

jueves, junio 09, 2005

04. De sonidos, infecciones y recuerdos estamos hechos

Estoy sorprendido con el entorno sonoro... En su ensayo sobre hiperpolítica titulado En el mismo barco, Sloterdijk define la sonosfera como la burbuja de sonidos que “cubre” a un cuerpo social, dotándolo de identidad sonora, claramente distinguible con respecto a otros pueblos. Esta sonosfera no sólo está compuesta por la lengua de la tribu, también por los sonidos específicos del entorno natural (e industrial, se sobreentiende). En este sentido, el vehículo automotor más ruidoso que he escuchado aquí es la barredora de calles, propiedad del Ayuntamiento. Burdeos es un gran susurro —si acaso un murmullo. Los automóviles ronronean suavemente en las arterias (no se escuchan claxonazos, ni frenazos, ni mentadas de madre); la gente deambula, no en silencio pues siempre están parloteando unos con otros, pero sí quedamente. En la calle peatonal de Sainte Catherine el río de gente suena exactamente así: como un río tranquilo que rara vez se desborda (igual que La Garonne, en cuya ribera occidental se construyó esta ciudad). En las plazas, en las mesitas al aire libre la gente se congrega y un murmullo se extiende cubriéndolo todo. Todos hablan al mismo tiempo, todos sonríen y ríen, el clima es bueno y la gente lo disfruta... hay alegría por todos lados. Pero esa alegría no explota, no estalla en todo su esplendor. No escucho un sólo grito (un amigo llamando a otro, por ejemplo), o una buena carcajada, de esas que estremecen la mesa y todo lo que se encuentra orbitando cerca. No hay una discusión en voz alta (y no me refiero a una pelea, sino a una discusión entre amigos); no hay celebración del sonido... El barrio árabe es un poco más ruidoso, festivo y colorido pero tampoco puede decirse que sea exuberante. Insisto, no hay amargura, ni sobriedad ni silencio, de ninguna manera... Sin embargo, no me atrevo a alzar la voz.
El delicado sonido que mana de todas las cosas me envuelve; el fluir sonoro acaricia mis tímpanos y las imágenes resbalan en el fango de mi memoria. Los sonidos son como el entorno: se parecen el uno al otro como dos orejas en un mismo rostro. La parte vieja de esta ciudad parece nueva. Los edificios, no sin majestad, se extienden uno tras otro como ejército de bienes inmuebles recién rescatado del olvido, algunos aún ennegrecidos por el humo de varios siglos, otros recién “blanqueados”, restituidos a la vida pública... El Lego vuelve a aparecer en este paisaje urbano de lo más ordenado y coqueto, casi monótono en su ornamento, de tonos agrisados pero nada triste ni deprimente (es verano, debo recordarlo). Así también es el murmullo constante que atraviesa esta zona de la ciudad: un batidillo de frágiles sonoridades en constante equilibrio con el entorno físico, palpable... (pero el sonido es un intangible, siempre inasible, intocable).

*
Noémie me arrastró al dentista. Como buen comemierda soy capaz de aguantar el intensísimo dolor de muelas con cierto dramatismo estoico (o estoicismo dramático), pero apenas me hablan de dentista se me aflojan las rodillas y comienzo a temblar gelatinosamente. En mi descargo debo agregar que no tardó mucho en convencerme porque el tremendo abseso que crecía en mi jeta y la hacía parecer un cuadro de Picasso dolía lo suficiente como para paliar cualquier sufrimiento ulterior. Además, la certeza de que antes de “meterle mano” a mi dentadura había que combatir la infección en algo ayudó. En efecto, el dentista se vio imposibilitado para realizar cualquier operación (entre otras cosas porque yo no podía abrir el hocico más de unos pocos centímetros), y además porque según entendí no se trata de caries sino de un supuesto traumatismo —que debió ser muy traumático pues nada recuerdo al respecto— que aflojó el molar y provocó la infección que, según creo comprender, se alojó en el espacio existente entre la muela y la encía. O algo por el estilo.
El caso es que dolía de a madres aquello, fui atiborrado voluntariamente de ibuprofeno y un antibiótico cuyo nombre no recuerdo. Los tres primeros días fueron simplemente infernales, pero el segundo —el día que visité al doctor—... bueno, esa noche hubo aquelarre en mi rostro. El abseso asentado bajo la mejilla se convirtió en el campo de batalla entre antibióticos e infección, ardiendo y ardiendo el mar de pus. La muela, móvil en su alvéolo parecía contraerse ante el descuidado rozón de la lengua, o cualquier suspiro malogrado. En ese momento todo es dolor; todo duele —hasta pensar tortura...
El doctor es de lo más amable. Pregunta si quiero otra cita y Noémie responde por mí: el próximo martes. Bien... El doctor se niega a cobrar la consulta: En la próxima cita vemos, asegura. Sabe que no tengo seguridad social, que no soy rico y ni siquiera algo cercano, quizás hasta intuye que vengo de un sitio donde el euro vale catorce veces más que la moneda local ($14.60, para ser exacto)... No sé, quizás prefiere no desangrarme de una sola mordida y prolongar mi larga agonía monetaria y dentística. Pero aún si es un vampiro, tiene cara de buena gente, ojos de buena gente y gestos de buena gente (y quizás, hasta sea buena gente).
Pero, ¿por qué este profundo miedo al dentista? ¿Por qué me resulta mucho más tolerable el miedo al dolor que el miedo a la institución médica? En mi memoria el dolor aparece como un estado más en la vida, algo natural aunque no cotidiano; pero el doctor aparece siempre como el cruel torturador que a golpe de inyecciones y pastillas combate contra mí, no contra la infección que hay en mí —la bacteria que soy. Por supuesto, sé bien que no es así, y en realidad siento respeto por el gremio pero en general me causan pavor. Los hospitales me ponen enfermo, las enfermeras me neurotizan (jamás me he topado con una que me erotize, como toda fantasía masculina digna de ese nombre indica) y para terminar, los doctores, como ya he dicho, cuando menos, me intimidan. A veces me parecen policías, a veces simples burócratas; en ocasiones me recuerdan a ciertos comerciantes sin escrúpulos y en otras, a viles asaltantes. Así en las instituciones públicas como en las privadas me siento incómodo, fuera de lugar, ajeno al entorno. Aún si voy a visitar a alguien me siento oprimido por el “todo” en el que estoy. Pero la misma sensación me aborda tanto en el hospital donde el orden y la asepcia imperan y todos sonríen y son atentos, como en la sordida sala de emergencias de un buen hospital tercermundista, donde siempre huele a mierda y los heridos se desangran en el piso mientras las enfermeras se hacen pendejas...
En ese sentido, no discrimino entre hospitales buenos y hospitales malos —para mí todos son hospitales... Esto, claro, en mi fuero pasional porque el yo pragmático que también soy asegura que es una verdadera estupidez irse a meter a un tugurio infecto si es posible pagar un lugar “decente”. Y así lo hago, claro. Este es un sitio limpio (no un hospital propiamente dicho, sino un edificio con consultorios), aunque escasamente agradable. De cualquier forma, el doctor que me atendió —creo haberlo escrito antes— resultó ser muy buena persona y, lo que es más importante, trata la boca ajena con la misma delicadeza con la que supongo, trata la suya propia —y eso, temo agregar, no se encuentra todos los días.

*
Recuerdo a pocos doctores con los que me haya sentido cómodo —y no quiero que con estas líneas alguien piense que soy un tipo enfermizo, por el contrario, si me siento ajeno al hospital es precisamente porque soy un hombre sano, de no serlo me sentiría en el paraíso apenas traspasara las puertas de tales antros—. Pero así como recuerdo a pocos, los recuerdo con mucho afecto (o cuando menos, con honesta simpatía). Después de que me operaran de la garganta a los cinco años de edad, mis visitas al hospital ocurrieron más como resultado de mis travesuras que por enfermedad real. Ocurrió, por ejemplo, que un día quise volar y me lance de lo alto de una de esas instalaciones de tubos que ponen en los parques públicos para que los niños nos tiremos al vacío. En otra ocasión perdí un par de dientes jugando futbol (aterricé con la dentadura sobre la plancha de concreto); otra vez me disloqué la muñeca mientras me hacía pasar por portero en un partido de balonmano; una vez me tragué no-sé-qué-cosa y al día siguiente mi caca sonó más pesada que de costumbre al caer en el inodoro. Recuerdo con particular morbo aquella vez en que me clavé una inocua astilla en la yema del dedo (en la mano izquierda, en el anular si mal no recuerdo) y en un par de días se me hizo una bola de pus del tamaño de la primera falange. Unos venerables amigos me acompañaron al policlínico —esto ocurrió en La Habana— y la enfermera “de guardia”, después de ver el estado de mi dedo hizo una seña a ciertos guardaespaldas de Fidel (o eso me parecieron entonces), quienes me agarraron fuerza de hombros, piernas y por último, sujetaron mi brazo con sus manazas. Entonces, con toda esa delicadeza que sólo se encuentra en trópico, la sutil enfermera cortó de un tajo la piel que cubría la infección y sin mayor trámite se dedicó a escarbar en la herida, raspando la pus de la carne...
El morbo, decía, aparece recurrentemente mediatizando mis recuerdos.

martes, junio 07, 2005

03. El consumismo, el ridículo y la calma

La calle parece un río de cadáveres andantes, muertos vivientes y sonrientes que transitan con sabatina displicencia por Sainte Catherine. La calle está cerrada a la circulación vehicular, así que las almas despojadas de religión se entregan con gozo y sabiduría al nobilísimo deporte del shopping. Se siente en el aire la buena vibra del consumismo, y me impregno de ella inhalando con fuerza. De los cientos y cientos de negocios que cubren estas cuadras, no pocos están dedicados a las mercancías culturales —libros, discos, películas—; otros, a la comida en todas sus variantes y el resto a la ropa y los accesorios. (Sí, lo sé, tanto la gastronomía como la moda son cuestiones culturales también, así como el mercado mismo y la burocracia en sí; entonces, todo es cultura. Bueno...)
Las diferentes tribus urbanas se cruzan en esta calle peatonal que aparece como zona franca. Cada quien viste a su antojo aunque se nota una clara tendencia a las combinaciones imposibles. Sobre todo las chicas mezclan impunemente todos los colores a la vez, y para lograr tal proeza deben utilizar prendas absolutamente innecesarias (una combinación típica: pantalón azul oscuro con los bajos arremangados dejando ver unas lindas medias rosas sobre botas cafés; encima, una minifalda amarilla y más arriba, una camiseta roja, una chaquetita cián, los tirantes del sostén verdes y, para rematar, un lindo abrigo bermellón hasta los tobillos. Todo esto sin contar los accesorios...
En general me siento muy cómodo con el desparpajo que tienen aquí para el vestir, pero si he de ser sincero, en el fondo nada parece casual. Es decir, hasta el más desaliñado parece haber elegido cuidadosamente las prendas para generar tal “desaliño”. Sí hay caos aquí pero está tan ordenado, preparado, estudiado que parece más una alegoría o una fábula que verdadero caos. Para quienes estamos acostumbrados a lidiar con el perpetuo desmadre, con el desorden cotidiano, esto parece una expresión light de la ciudad —una ciudad de feria, con freaks de carpa y carritos chocones que nunca chocan... (Vamos, la vida en el pequeño pueblo en el que vivo allá en México es de lo más tranquila y amable, pero me parece de todas formas un tanto azarosa... Aquí el azar parece haberse ido de vacaciones —quizás a México, huyendo, precisamente, de tanto pinche orden).
Me detengo frente a los periódicos. El río de gente intenta arrastrarme en su vertiginoso fluir pero me agarro con fuerza a un ejemplar de Libération y lo compro —y de paso me hago con un ejemplar de El Mundo, de España, con un periódico de Bordeaux cuyo nombre no puedo recordar, con el último número de la revista Sciences Humaines —un especial dedicado a Foucault, Derrida y Deleuze, tres de los indeseables que más disfruto, a pesar de que su tremenda obsesión por la palabra los llevó a inventar terminajos imposibles—. También compro un semanario llamado Politis, y de paso me hago con ejemplares de Le Libertaire, Le Monde Libertaire (de la Federación Anarquista), L'Egalité (creo que estos son leninistas), Rouge (que es de los troskos de la Liga Comunista Revolucionaria Cuarta Internacional), Courant Alternatif (de la Organización Comunista Revolucionaria), CQFD (parece el más interesante; su subtítulo reza: “Lo que hay que decir, destruir, descubrir”) y Alternative Libertaire (en la plana legal dice que sus oficinas están cerca del metro Stalingrado, en París; no sé qué signifique eso)... En fin, puro consumismo revolucionario.
Bien, así que llego a la caja con mi bulto de basura anarquista y cuando la mademoiselle pasa mis panfletos, uno a uno por el lector de código de barras (porque eso sí, muy anarquistas pero todos con su código de barras, nomás faltaba...) comienzo a sudar y a mirar a todos lados. La señorita sonríe y yo empiezo a alucinar que la información de lo que compro va a parar a una súpercomputadora lejana, a una base de datos que ningún hacker puede penetrar, y pienso que de pronto la calle se va a llenar de patrullas policiales o militares... No pasa nada; la chica de la caja dice que vuelva pronto (claro, acabo de gastar 30€ en papel impreso) y me desea un buen día. Pero esto aún no ha terminado; la tipa, no contenta con considerarme un consumista cualquiera, mete todas las publicaciones en una bolsa promocional ¡de la revista Marie Claire! y me la entrega muy contenta y sonriente (no tienen una puta idea de lo ridículo que me sentí con mi bolsita Marie Claire repleta de bazofia ácrata... Por fortuna, nadie me vio).
Todo esto me lleva a pensar en la conciencia del ridículo, ésa que me impide bailar (a menos que esté ya medio pedo) porque sé que las delicadas convulsiones de mi cuerpo en ningún planeta de esta galaxia podrían considerarse baile (y claro que para paliar tan grave deficiencia, la bestia erudita afirma que “en realidad, el baile es tan sólo el ritual de apareamiento del animal humano”, y que puestos a elegir, prefiere otro tipo de ritual de apareamiento... o cualquier tontería semejante). Es esa misma conciencia del ridículo la que me hace sonrojar —así sea metafóricamente— cuando agarro mi bolsita azul celeste con burbujitas blancas y esa cursi tipografía redondita y “sofisticada” que deletrea mary claire (así, en bold y bajas), y que ya puesto muy fino, en realidad combina bien con mi pantalón azul oscuro y mi camisa beige... Pero, en la vida real, si yo veo a un oso de un metro noventa y ochentitantos kilos de peso, con cara de terrorista musulmán y una bolsita de Mary Claire en la mano izquierda (todo en cámara lenta), por dios santo que me tiro pecho tierra ahí mismo: ese güey trae una bomba, más claro ni el agua...
Pero no, nadie gritó, nadie salió corriendo ni hubo aspaviento alguno; y si nada de eso pasó es porque la conciencia del ridículo es tan individual como individual es la valoración de lo que consideramos ridículo. A nadie en esta avenida de gente le importa un carajo cómo estoy vestido; es más, nadie me ve.
Y por enésima vez en el día, sonrío plenamente...

*

David tiene veinte años; es alto, flaco, desgarbado y desempleado. Habla un español primario pero nos funcionó durante un rato. Cuando descubrió que en inglés básico podemos hablar se puso muy contento. Es tipo viraracho, parlanchín y lo que en México se diría buena onda. Me pregunta cómo me siento aquí (aquí es Lorient, un “pueblito” —es tan pequeño que me inclino más a llamarle “aldea”... Mi San Felipe del Agua, allá en Oaxaca, es toda una megalópolis al lado de esto— que pertenece al ayuntamiento de otro pueblito de nombre Sadirac. Este último se encuentra a 22 kilómetros al este de Burdeos). Bien... Eso le respondo: Bien, me siento muy bien aquí, es un sitio tremendamente agradable, me encanta el cielo y todo ese verde (más adelante me explayaré sobre el paisaje, apenas intuido aún, pero que en verdad me seduce), además, continúo, es muy tranquilo aquí... Sí, bueno, dice él, pero... ¿no te parece demasiado aburrido? Después de venir de allá, de México... ¿no te parece esto muy aburrido?, me pregunta él.
En ese mismo instante, durante una fracción de segundo, todas mis neuronas se alborotaron y rebotaron unas con otras como impulsadas por un electrochoque. ¿Por qué me va a parecer aburrido este pequeño y tranquilo mundo que apenas estoy descubriendo? Descubriendo para mí, se sobrentiende, pero descubriendo al fin y al cabo. Desde los colores del cielo hasta la forma de las casas, desde los viñedos que se suceden interminablemente hasta las señalizaciones de la carretera, los sabores, los olores, los sonidos y las imágenes... todo eso, en su conjunto, es un mundo nuevo para mí. Nada me resulta extraño, ni siquiera del todo ajeno (soy un humano igual que todos los que están aquí y vivo en un micromundo “paralelo” a este donde también hay carreteras con señalizaciones, olores y sabores particulares, donde el cielo tiene sus propios tonos —tampoco muy distintos a los de aquí—, en fin); no me es extraño ni ajeno pero aún así es distinto.
No me aburro porque adonde quiera que mire algo me resulta diferente; nuevo en el sentido más cotidiano del término. No, no me aburro en este pequeño y tranquilo pueblo porque la fiesta la traigo en el cerebro, con las neuronas rebotando de felicidad ante cada cosa que veo, cada sonido que percibo (cada vibración, la información olfativa y la gustativa); todo es motivo de fiesta en mi cabeza... Pero entiendo su aburrimiento, tengo que entenderlo porque si yo tuviera veinte años otra vez y hubiera gastado tres de ellos trabajando en un McDonalds y viviera en un pequeño y tranquilo pueblo en el que las “cosas” sólo pasan en el noticiero —y casi siempre en países exóticos y lejanos, como México—, también estaría hasta el culo de aburrimiento y frustración...
O ¿alguien lo duda?

jueves, junio 02, 2005

02. De Playmovil y películas abstractas

La primera impresión que me produjo Burdeos fue de un escenario de Playmovil o Lego —ya saben, esos juegos de construcción y representación de lo real mediante los cuales los niños creemos que el trabajo es una aventura y mitificamos el mundo adulto fantaseando con que ser bombero, astronauta, obrero o policía es la mar de divertido... como infantes al fin y al cabo, jugando a la realidad.— En esos juegos, decía, todo está tremendamente ordenado, etiquetado (exhala positivismo un buen juego de esos, ahora lo sé), pero para un espíritu como el mío, ya desde entonces aquejado de “infantilismo revolucionario”, aquellos juguetes eran perfectos pues podía “desconstruir” la realidad —aun sin tener consciencia de ello, claro está. Las construcciones que yo hacía con las piezas rara vez se parecían a la foto de la caja; por el contrario, mi intención solía inclinarse a construir otra cosa, diametralmente opuesta incluso. Ahora bien, cuando establezco el símil entre Bordeaux y el Playmovil o el Lego, quiero indicar que me recordó a aquellos queridos juguetes, sí, pero me remitió sobre todo a La Foto de la Caja...
¿Entienden?
*

En realidad esa primera noche no cruzamos la ciudad, la circunvalamos por el anillo periférico, que a su vez se une con diversas autopistas y carreteras. Todo, como ya dije, tremendamente ordenado: letreros por todos lados (ni siquiera órdenes propiamente dichas —“Recuerde, 50 km”, reza la señal del límite de velocidad), lucecitas parpadeantes que anuncian que hay hombres trabajando, señales para todo y que increíblemente, todos parecen respetar. Aunque aún no tengo contacto con ellos, supongo que los policías aquí no son cosa de juego, porque el respeto a la ley no crece bajo los árboles; se impone a punta de multas o chingadazos, según el caso...
Parece que esa noble institución mexicana conocida como “mordida” (el soborno policial, pues) no es demasiado popular aquí; en contraparte, la aplicación de la ley suele ser bastante laxa —a veces inexistente— en cosas tan importantes y prioritarias como el consumo de drogas blandas en parques y calles. Otra costumbre que en México es común y que aquí parecen ignorar, es la utilización de las plazas como espacio de convivencia, pues al menos en las partes de la ciudad que he recorrido —el centro, el barrio árabe—, así como en los pueblitos cercanos, los zócalos y placitas son planchas de concreto que se utilizan como estacionamiento —aunque, eso sí, con cafecitos y sandwicheries rodeando el lote automotriz. Y una vez a la semana, claro, se convierten en mercados.
*
A veces, al recorrer las pequeñas carreteras locales, me siento como en una película. El paisaje no me resulta ajeno, por el contrario, lo he visto mil veces en no-se-cuántas películas y fotografías; a veces en blanco y negro, a veces a todo color. Lo cierto es que la información visual que he adquirido a través del cine y la televisión no es desdeñable (lo que indica que he pasado muchas horas como zombie frente a la pantalla)... Pero esa información adquirida a través del cine no era Real para mí, porque lo visto en ese momento no es una realidad inmediata a mí, sino una representación de una realidad extraña. Ahora —y quiero decir, ahora que el paisaje aquel ya se hace real ante mí— me pregunto, ¿cuál es mi relación actual con aquella representación de la realidad? Es decir, antes aquella película representaba una realidad para mí ajena; ahora tengo esa realidad ante mí e incido en ella. La película sigue siendo una representación de la realidad y en ese sentido, mi relación con la cinta no ha cambiado; lo que sí ha cambiado es mi relación con esta realidad que antes me era ajena y ahora puedo palpar... (sí, creo que ya enredé todo; intentaré explicarlo más claramente):
Digo que me siento como en una película. Esta es mi realidad inmediata ahora, pero eso no indica que sea mi realidad real (aquella de la cual provengo, de la que me siento parte —en la que participo); aquí no soy yo del todo por la sencilla razón de que una parte importante del “todo” que soy, es aquella integrada por la cotidianidad, por el entorno habitual, por las circunstancias específicas de la sociedad en la que me muevo o vegeto. Aquí estoy “pegado”, transplantado, enajenado de mi realidad habitual; es como si me hubieran recortado de una foto en mi mundo y me pusieran sobre otro fondo, en otro mundo. Yo aquí soy el actor que actúa a quien en verdad soy, porque mi realidad no aparece en esta película y tengo que construirla en cada escena, a cada paso; y lo que es peor, en esta cinta no hay subtítulos... (Por cierto, la otra noche tuve la insana ocurrencia de ver un fragmento de Los puentes de Madison doblada al francés. Siempre he pensado que es una película empalagosamente cursi, pero “oída” en francés la cosa adquiere tintes en verdad apocalípticos —como si los Cuatro Jinetes en persona se volvieran buenos cristianos, cumplieran cabalmente con los Diez Mandamientos y dedicaran sus días a predicar el bien por las Viñas del Señor: he ahí el verdadero Apocalipsis (el fin de todo, incluso del Fin). Por eso, cuando vi la versión francesa de Los puentes de Madison, simple y llanamente, me sentí desfallecer...).
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Pero no —insisto—, no quiero que alguien piense que estoy sufriendo terriblemente (de ninguna manera), tan sólo intento contar algunas de las cosas que pasan por mi cabeza. Ya no estoy en el no-lugar (el aeropuerto), ahora estoy en un lugar concreto pero siendo casi una no-persona. Por un lado, mi absoluto desconocimiento del francés y por otro mi habitual timidez, limitan seriamente mi capacidad de expresión —parte fundamental (o fundacional) de mi ser. Como bien saben, me encanta conversar, discutir, intercambiar ideas así sea a gritos... y aquí no puedo, no sé cómo hacerlo en este idioma que me seduce y repele al mismo tiempo. Su falsa grafía —nunca se pronuncia lo que en verdad está escrito— me confunde confucianamente y redondea mi soledad, pues mi único contacto con esta lengua es a través de la letra impresa: ésa que puedo leer y no pronunciar ni explicarme (primero soy lector). Su sonido, entre nasal y siseante, “aparecere” como un generalizado murmullo ininteligible pero amable, bizarro y dulce, ajeno y muy cercano. Tan cercano que cuando encuentro una palabra que me resulta demasiado extraña, primero pregunto: ¿de dónde proviene? ¿cuál es su raíz? —y me siento como un maldito lingüísta haciendo genealogía de la palabra, arquelogía de la voz viva—... Pero claro que tampoco soy eso, sólo estoy alucinando y disfrazando mi ignorancia con estructuras teóricas de muy, muy bajo nivel...
Lo cierto es que algo leo, y el primer artículo que leí al llegar trataba sobre el imperialismo cultural “americano” (entiéndase USA). A lo largo y ancho del texto un sentimiento que mi ignorancia lingüística confundió con envidia o revanchismo (a fin de cuentas la misma francofonía —y toda la concepción cultural que para los franceses implica— no es más que subproducto del no-sólo-cultural imperialismo francés). En el fondo a los “cultos” intelectuales franceses les caga el hecho de que la cultura de masas dominante provenga de los “incultos” gringos... Bien, pero ¿qué es la cultura, exactamente? La cultura gringa, por inculta que parezca, es una cultura y no otra cosa. No sólo eso; es, en efecto, una cultura industrial, masiva, simplificada para llegar a más consumidores, es cierto; pero por otro lado, siempre hay algo de inculto en toda autoproclamación de verdadera cultura —así como hay “algo” de injusto en proclamarse guardián de la justicia.
Los guardianes de la francofonía se dedican a cuantificar (y denostar) el número de vocablos ingleses o americanos que se utilizan cotidianamente en la Francia de hoy —week-end, fun, parking, cool...—, y olvidan rotundamente la cantidad de palabras que su propio imperialismo cultural ha desperdigado por el mundo entero, desde los sencillos debut, souvenir o matiné, hasta los “sofisticados” rendez-vous o déjà vu...
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Para mi sorpresa varias veces me han preguntado aquí si sé algo de Europa, o si tengo alguna opinión de Francia, o cosas por el estilo. Por desgracia no me alcanzan las palabras para explicarles que a “nosotros” la cultura y la Historia europea nos resultan relativamente cercanas porque somos (también) subproducto de esta cultura y de esta historia —tanto como amerindio y como todo lo demás que se nos ha pegado en el camino—. Ya desde la invasión de los “bárbaros barbados” los asuntos de Europa dejaron de sernos ajenos. Durante todos estos siglos la historia, la cultura, el arte o la política europeas han tenido repercusiones directas en nuestro entorno inmediato, en nuestros respectivos medios. Para la mayoría de nosotros lo europeo es casi un asunto congénito (repito, aún si está soterrado) y es decididamente, un asunto cultural. Tan influyente ha sido para nosotros la Revolución rusa como el impresionismo alemán, la Ilustración como la Segunda guerra mundial, Mozart o la música gitana, el punk inglés y el teatro español, la novela romántica o la poesía abstracta... Nuestros mismos conceptos de Iglesia y Estado los heredamos (así como la lucha contra éstos) de la vieja Europa. Pero los europeos —y generalizo sabiendo que hay excepciones— desconocen todo sobre nuestro continente; de hecho, lo desconocen tanto que para ellos América es un país...
En la guía de televisión, en las descripciones de los programas, leo: telenovela americana, película americana, serie americana; también encuentro un artículo sobre la cultura americana; por cierto, más simplón el texto que la simpleza que intenta “explicar”... A pesar de todo, la vida aquí parece inclinarse también hacia el american way of life, y es que los teóricos del antiamericanismo parecen olvidar que el imperialismo no es una ideología, sino una práctica real, histórica, perpetua; que si no hay un imperio hay otro (no menos imperial, por cierto) y que si bien nos va tenemos que lidiar con imperios diversos —aunque, afortunadamente, ahora que el mundo es “unipolar” ya no tenemos que elegir entre uno u otro, sino entre civilización o choque de civilizaciones... con el subsecuente fin de la historia, claro está.
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En fin, que la historia es demasiado compleja para narrarla en unas pocas cuartillas... Otro día será.