jueves, junio 23, 2005

08. Ficciones y realidades

Hace algunas madrugadas (a estas alturas me resulta imposible recordar cuándo exactamente; el tiempo ha perdido cierta importancia en los últimos días) leí Cuba libre, una novela de aventuras de lo más simpática y entretenida. El autor, Elmore Leonard escribió también Rum Punch, traducida en España como Cóctel explosivo, historia en la cual se basó Tarantino para filmar su Jackie Brown.
Cuba libre narra las aventuras de Ben Tyler, un vaquero asaltabancos a quien su amigo Charlie enreda en un negocio de caballos en Cuba. En verdad, lo que llevan entre la mierda de los equinos es armamento para venderle a los mambises (cientocincuenta escopetas, doscientos Smith & Wesson del 44, doscientas carabinas Krag-Jorgensen, quinientas balas por fierro y “unos cuantos machetes usados”) pues la historia transcurre en 1898. Apenas desembarcan en Regla comienzan a meterse en problemas; ignoran que unos días antes el acorazado Maine ha volado con quinientos marines a bordo justo frente a la ciudad de La Habana, así que dos norteamericanos y un barco con caballos no causan muy buena impresión a las autoridades españolas en la ínsula. Los yankis, como les llaman los españoles (quienes hablan y se comportan igual que el gallego ese que gobierna en la actualidad) van a dar con sus huesos a la fortaleza del Morro, sección Presos Políticos, bajo sospecha de ser espías de Washington. En prisión a Tyler se le quita ese bienpensar tan común en el pensamiento común norteamericano (¡oh, vamos a liberar al sufrido pueblo cubano del cruel verdugo español!) cuando los mambises presos le hacen ver que se avecina la sustitución de un yugo extranjero por otro (el resto de los personajes de la novela preguntan de cuando en cuando: “Pero, ¿de verdad crees que estos negros cubanos son capaces de gobernarse a sí mismos?” —pregunta que parece seguir en pie, pues la verdad es que los “negros cubanos” no tienen mucha representación en las altas esferas del poder, que digamos...).
Las armas, entretanto, han llegado a buen fin y los mambises, agradecidos, deciden sacar por las buenas al vaquero de prisión. Así comienza una aventura no excenta de dinero, balazos, traiciones, amores (¿qué sería de la Historia sin una mujer hermosa?) y todos los ingredientes que hacen que un folletín sea bueno. Por supuesto, no faltan ingenuidades, cursilerías y deslices, como aquel en el que los personajes hablan de la Isla de la Juventud, cuando todos sabemos que la Isla de Pinos trocó su nombre por uno más juvenil hace apenas una treintena de años. También hay un montón de pequeñas anécdotas de lo más irreverentes, como el mote que le dan los periódicos americanos a Calixto García: La momia cubana, ese viejo enjuto color chocolate. Aparece incidentalmente un joven teniente inglés, aficionado a los habanos y de apellido Churchill afirmando que “cuando los mambises tengan un ejército de verdad, aquí habrá una guerra de verdad”, y en una escena Tyler camina por La Habana con Fuentes, su contacto cubano en el negocio de los caballos, quien resulta ser insurrecto también, y al pasar frente a una pareja de la Guardia Civil, le comenta el yanqui al cubano:
—Mi padre los llamaba bárbaros, matones y no recuerdo qué más. ¿Tú cómo los llamas?
—Por lo general los llamo señores. Los guardias civiles se distinguen por su lealtad, dedicación y total falta de escrúpulos...
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Anoche volví a ver, después de muchos años, Brazil de Terry Gilliam. Se trata de un maravilloso encuentro entre Kafka y Orwell, Ionesco y los Monty Python. La primera vez que la vi fue en Cuba, allá por el 90 o 91, no recuerdo, durante esa temporada extraña que llamamos adolescencia (justo ayer me escribió Fernando Gaspar, viejo amigo desde los diez años, quien se preguntaba en el email: “¿o acaso alguien se olvida que además de disfrutarla la adolescencia duele?”). Bien, decía que vi Brazil durante la adolescencia, allá en La Habana, y se volvió inmediatamente una cinta de culto entre los tres gatos que conformábamos “nuestro” medio.
La película comienza en una oficina gubernamental (tecnologizada sí pero con tremendo aire retro) en la que un pequeño incidente cambia una letra en el apellido de la persona cuya ficha se está procesando. En consecuencia, la policía llega al hogar equivocado encarcelando al hombre erróneo (hacen un agujero en el techo desde el piso superior y caen sobre el pobre tipo frente a toda su familia). El personaje principal en esta historia es un burócrata tonto y aburrido que se ve envuelto en una serie de enredos que en verdad, nada tienen que ver con él. El problema radica en sus sueños llenos de frustración sexual, y concretamente en la joven que aparece en dichas visiones. Un buen día, mientras va a casa del sujeto al que arrestaron a pedir disculpas en nombre del Ministerio a la ahora viuda (“se trató de un pequeño error, no volverá a ocurrir” —dice el burócrata), ve a la mujer de sus sueños y ella huye de él. Comienza una extraña persecusión en la que él se lanza en pos de su más cara obsesión y ella se esconde de un funcionario del Ministerio que por vaya-usted-a-saber qué oscuras razones, va siempre tras ella.
Ella conduce un camión, él un monopolaza minúsculo que para colmo ha sido incendiado por unos vándalos de no más de diez años. La escena me recuerda un poco a aquellas hermosas secuencias de delirio post-industrial que han hecho imprescindible a Mad Max dentro de la cinematografía apocalíptica. Eso, pero aquí aparece a ritmo de sátira. Aquí no hay un malo persiguiendo al cínico guerrero de la carretera; aquí aparece un pobre idiota que acaba de ser promovido a una brigada de investigación, y una mujer bastante cínica, sí, dura (aparece con pelo corto, vestida como obrero o aviador —bueno, es ciencia ficción) que huye de ese loco que insiste en estar enamorado de ella sin siquiera conocerla.
Toda la historia está adornada con irónicos cuadros de opresión, pinceladas de omnipotencia. La dictadura se retrata con británico humor negro, así como la desidia burocrática —el soviético desgano—; y otra vez, todo esto a un cubano le resulta de lo más familiar...
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Kafka es uno de los grandes descubrimientos literarios de la adolescencia, pero (perdón por la presunción) descubrirlo en Cuba es en verdad un gran acontecimiento. Cuando leí El proceso por vez primera traté de imaginarlo en tonos brillantes, calor y caló tropical, PNR y segurosos, y el Señor K sería Compañero Q, y el autor, Paco Casca; y con eso, sólo con eso, sería una novela cubana. Bueno, hablando en serio, algo similar me ocurrió con las orwellianas 1984 y Rebelión en la granja. O con el gran Bulgakov también. Me ocurrió con THX-1138, la primera película de George Lucas, filmada, según sus propias palabras “cuando aspiraba ser un director de vanguardia y no el comerciante que hoy soy”. En fin, muchas de las películas y novelas que admiro en el terreno de la ficción totalitaria, de la farsa absoluta, de la prisión total, tuve el honor de descubrírmelas en Cuba.
También aprendí a bisnear en la patria socialista, aprendí a moverme entre las diversas clases sociales que no había en Cuba y aprendí también que la moral no tiene que ver ni con las moras ni con la iglesia, sino con el Partido y la Juventud. En Cuba comprendí que el derecho a huelga es una aberración pequeñoburguesa (así como la autonomía universitaria y toda forma de autogestión) y que los buenos periodistas no requieren ser censurados: saben de antemano qué conviene escribir y qué no. Pero elaborar un catálogo de contradicciones cubanas es un trabajo tan exhaustivo como inútil (lo mismo es válido para cualquier otro sistema) pues las ideas que pretenden justificar un estado de las cosas tarde o temprano acaban por contradecirse en la realidad práctica —toda teoría se supedita a la infalibilidad de lo Real.
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Hoy llega el novio de mi cuñada. Ha tomado el tren en Barcelona con destino a Toulouse pero hay un pequeño problema: llega a Tulús diez minutos después de la partida del último tren a Bogdó (disculpen la escritura tan fonética), y apenas nos enteramos comienza una frenética búsqueda telefónica e internética en pos de un autobús que lo traiga desde una ciudad que se encuentra a dos horas y media o tres por carretera... Nada. No puede ser, me digo, esto es el primer mundo y no puedo creer que no encontremos ni un autobús ni un vuelo charter que lo traiga hasta acá. ¿Cómo es posible?
Pues bien, es tan posible como que Sadirac (donde me encuentro) está a veinte kilómetros de Bordeaux y hay sólo dos autobuses al día para ir a la ciudad —eso sí, puntuales como ellos solos. Es posible porque aquí todo el mundo tiene carro, y además, ni siquiera pueden darse “el lujo” de tener un carro jodido. Cada cierto tiempo te detiene la policía para cerciorarse que tus neumáticos estén bien, que las luces funcionen correctamente (y que lleves focos de repuesto) y en definitiva que tu automóvil (voiture) esté “al tiro”. El transporte público, sobre todo carretero, es por lo menos, limitado, pues si tienes un automóvil en forma (y si no está en forma mejor no lo tengas porque te la pasarás pagando multa tras multa), ¿para qué vas a necesitar los servicios de un autobús?
Así las cosas, parece que llegará mañana...
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Recuerdo fundamentalmente un largo viaje en Cuba a los quince años con mis camaradas Dante y Gualber (sí, Canek, Dante y Gualber... vaya trío) a Guantánamo. El viaje de ida fue “normal”: el autobús hasta Santiago —doce horitas— y después dos o tres horas de pie en un interprovincial de segunda o tercera o cuarta hasta la capital guantanamera. Nuestro plan era subir a la sierra y recorrer en balsa todo el río Toa hasta su desembocadura. Para tal efecto elaboramos un plan de diez días (incluyendo dos de asueto en la ciudad) y llevábamos varias latas de leche y comida, una balsa inflable y remos desmontables, un par de machetes pal monte, cámara fotográfica para inmortalizar nuestra aventura, detallados mapas de la zona (desgraciadamente militares) y Dante, obsesionado con las cosas del cielo, llevaba un telescopio para escudriñar las estrellas; tan patético el artefacto que los puntos de allá arriba se veían un poquitico más grandes...
Llegamos a Guantánamo cuando comenzaba a oscurecer, cargados de bártulos y con nuestra indumentaria habitual: Glauber y yo con las greñas un poco más creciditas de lo escolarmente admitido; Dante, en cambio pelado al raspe. Él, según sus propias palabras, era entonces un punk tropical. Vestía su uniforme, botas militares hasta media pierna, pantalones de mezclilla cortados a medio muslo (y convenientemente deshilachados, claro), cinturón negro con pinchos y camiseta blanca con una enorme A negra encerrada en una O del mismo color. Glaubert atravesaba su etapa existencialista y cargaba con un cuaderno en cuyos forros podía leerse Pensamientos Filosóficos y en el que nada, pero digo nada, había sido escrito (eso sí es ser conceptual y no mamadas). Vestía Glauber como vestía en aquella época la autodenominada farándula —todos esos lectores de Kundera que escuchaban con embeleso la poesía de Silvio Rodríguez: pantalón bombacho, sandalias y camisas cuatro tallas más grandes, aderezado todo con el sombrero más extraño que pueda encontrarse y rescatando de paso un par de prendas del abuelo. Yo era un friki. Vestía de negro, ropa entallada, caminaba encorvado dando ligeros saltitos “pa mover la mata”, y sólo escuchaba a Metallica en aquel entonces...
Para llegar de la estación de autobuses a casa de las amigas donde íbamos a pasar la noche (una jimaguas que estudiaban danza en La Habana) teníamos que cruzar la plaza principal de la ciudad. Nuestra discreta estampa no logró pasar desapercibida en aquella población empobrecida, cuyos estratos más oprimidos y atrasados no dudaron en hacernos saber que nuestra presencia no era del todo grata: ¡Maricones! Regresen paLabana, singaos. Allá todos son maricones como ustedes tres, aya, repinga, ¡singaos! Y así caminamos, bajando valerosamente el rostro ante tamaña muestra de fervor fálico-regionalista, y sonriendo cómplices entre nosotros: Están enfermos, asere, enfermos de palurdismo...
Pero quiso la mala fortuna que una perseguidora con dos azules a bordo comenzara a rondarnos. A paso de tortuga con nuestros bártulos encima llegamos a la casa donde nos esperaban sólo para descubrir que no había nadie. Los policías, ni tardos ni perezosos, nos piden los papeles y acto seguido, que los acompañemos a la estación. Y allá vamos, otro kilómetro a pie y con las mochilas encima pues los hijoeputas de los azules se negaron a llevarnos a bordo de la patrulla (vaya, ni nuestros bultos llevaron). Cuando en la estación de policía desmantelaron nuestros paquetes y descubrieron la balsa, los remos, la cámara fotográfica, el telescopio, los machetes, los mapas y mi cuchillo de montaña (en realidad una bayoneta de AK-47 de la que me “apropié revolucionariamente” durante una de tantas prácticas militares); cuando vieron lo que cargábamos, decía, se alucinaron inmediatamente con que éramos espías y que pensábamos infiltrarnos en la base de las Fuerzas Armadas Revolucionarias para luego cruzar la Bahía en balsa e ingresar ilegalmente a la base que el ejército imperialista yanqui posee en Guantánamo y venderles así importantísimos secretos militares previamente fotografiados con nuestra camarita rusa...
Nos pusimos a temblar, claro, porque eso se llama traición a la Patria y allá te fusilan por “eso”. Casi llorando les explicamos nuestro proyecto (el río Toa, el viaje iniciático, el contacto con la naturaleza) pero no nos creyeron: Quién pinga les va a creer esa historia, dijeron los muy idiotas, alucinando una historia aún más increible. Digo, éramos tres adolescentes atolondrados, a veces empastillados y siempre irreverentes, indecentes e incorrectos; pero de ahí a ser espías... Cojones, después dicen que el mariguano es uno.
Al fin, nuestras amigas llegaron a su casa y los vecinos les contaron de nuestro infortunio, así que llamaron a su tío, quien tenía un cargo importante en la Seguridad del Estado a nivel provincial y el tipo nos sacó de ahí, no sin advertirnos que la cosa no está pa balsitas aquí. Cuando regresamos a La Habana lo hicimos en el tren “lechero”, parando en cada pueblo y haciendo un viaje de veinticuatro horas exactas...
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Y así, el Compañero Q recorre la Isla en el trasporte público en busca de un juicio justo o de un burócrata con sentido común... Todo esto, claro, narrado por un tal Paco Casca.

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Si Kafka es uno de los grandes descubrimientos (algunos no tienen el privilegio de descubrirlo in la adolescencia)vale conocerlo in cualquier edad.Conocer, desfrutar,descobrir es bueno en cualquier momento, verdad? Mejor que vivir sin una estupida razón y pasar una vida in la ignorancia, in la manipulación y oscuridad.
In verdad que todo se j...!
I'm still an anarchist.



Fuser

8:49 p.m.  
Blogger joandro said...

La verdad que estas cosas deberías publicarlas. Sí que es un país Casquiano ese, de España ni te cuento.

3:32 p.m.  

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