jueves, junio 09, 2005

04. De sonidos, infecciones y recuerdos estamos hechos

Estoy sorprendido con el entorno sonoro... En su ensayo sobre hiperpolítica titulado En el mismo barco, Sloterdijk define la sonosfera como la burbuja de sonidos que “cubre” a un cuerpo social, dotándolo de identidad sonora, claramente distinguible con respecto a otros pueblos. Esta sonosfera no sólo está compuesta por la lengua de la tribu, también por los sonidos específicos del entorno natural (e industrial, se sobreentiende). En este sentido, el vehículo automotor más ruidoso que he escuchado aquí es la barredora de calles, propiedad del Ayuntamiento. Burdeos es un gran susurro —si acaso un murmullo. Los automóviles ronronean suavemente en las arterias (no se escuchan claxonazos, ni frenazos, ni mentadas de madre); la gente deambula, no en silencio pues siempre están parloteando unos con otros, pero sí quedamente. En la calle peatonal de Sainte Catherine el río de gente suena exactamente así: como un río tranquilo que rara vez se desborda (igual que La Garonne, en cuya ribera occidental se construyó esta ciudad). En las plazas, en las mesitas al aire libre la gente se congrega y un murmullo se extiende cubriéndolo todo. Todos hablan al mismo tiempo, todos sonríen y ríen, el clima es bueno y la gente lo disfruta... hay alegría por todos lados. Pero esa alegría no explota, no estalla en todo su esplendor. No escucho un sólo grito (un amigo llamando a otro, por ejemplo), o una buena carcajada, de esas que estremecen la mesa y todo lo que se encuentra orbitando cerca. No hay una discusión en voz alta (y no me refiero a una pelea, sino a una discusión entre amigos); no hay celebración del sonido... El barrio árabe es un poco más ruidoso, festivo y colorido pero tampoco puede decirse que sea exuberante. Insisto, no hay amargura, ni sobriedad ni silencio, de ninguna manera... Sin embargo, no me atrevo a alzar la voz.
El delicado sonido que mana de todas las cosas me envuelve; el fluir sonoro acaricia mis tímpanos y las imágenes resbalan en el fango de mi memoria. Los sonidos son como el entorno: se parecen el uno al otro como dos orejas en un mismo rostro. La parte vieja de esta ciudad parece nueva. Los edificios, no sin majestad, se extienden uno tras otro como ejército de bienes inmuebles recién rescatado del olvido, algunos aún ennegrecidos por el humo de varios siglos, otros recién “blanqueados”, restituidos a la vida pública... El Lego vuelve a aparecer en este paisaje urbano de lo más ordenado y coqueto, casi monótono en su ornamento, de tonos agrisados pero nada triste ni deprimente (es verano, debo recordarlo). Así también es el murmullo constante que atraviesa esta zona de la ciudad: un batidillo de frágiles sonoridades en constante equilibrio con el entorno físico, palpable... (pero el sonido es un intangible, siempre inasible, intocable).

*
Noémie me arrastró al dentista. Como buen comemierda soy capaz de aguantar el intensísimo dolor de muelas con cierto dramatismo estoico (o estoicismo dramático), pero apenas me hablan de dentista se me aflojan las rodillas y comienzo a temblar gelatinosamente. En mi descargo debo agregar que no tardó mucho en convencerme porque el tremendo abseso que crecía en mi jeta y la hacía parecer un cuadro de Picasso dolía lo suficiente como para paliar cualquier sufrimiento ulterior. Además, la certeza de que antes de “meterle mano” a mi dentadura había que combatir la infección en algo ayudó. En efecto, el dentista se vio imposibilitado para realizar cualquier operación (entre otras cosas porque yo no podía abrir el hocico más de unos pocos centímetros), y además porque según entendí no se trata de caries sino de un supuesto traumatismo —que debió ser muy traumático pues nada recuerdo al respecto— que aflojó el molar y provocó la infección que, según creo comprender, se alojó en el espacio existente entre la muela y la encía. O algo por el estilo.
El caso es que dolía de a madres aquello, fui atiborrado voluntariamente de ibuprofeno y un antibiótico cuyo nombre no recuerdo. Los tres primeros días fueron simplemente infernales, pero el segundo —el día que visité al doctor—... bueno, esa noche hubo aquelarre en mi rostro. El abseso asentado bajo la mejilla se convirtió en el campo de batalla entre antibióticos e infección, ardiendo y ardiendo el mar de pus. La muela, móvil en su alvéolo parecía contraerse ante el descuidado rozón de la lengua, o cualquier suspiro malogrado. En ese momento todo es dolor; todo duele —hasta pensar tortura...
El doctor es de lo más amable. Pregunta si quiero otra cita y Noémie responde por mí: el próximo martes. Bien... El doctor se niega a cobrar la consulta: En la próxima cita vemos, asegura. Sabe que no tengo seguridad social, que no soy rico y ni siquiera algo cercano, quizás hasta intuye que vengo de un sitio donde el euro vale catorce veces más que la moneda local ($14.60, para ser exacto)... No sé, quizás prefiere no desangrarme de una sola mordida y prolongar mi larga agonía monetaria y dentística. Pero aún si es un vampiro, tiene cara de buena gente, ojos de buena gente y gestos de buena gente (y quizás, hasta sea buena gente).
Pero, ¿por qué este profundo miedo al dentista? ¿Por qué me resulta mucho más tolerable el miedo al dolor que el miedo a la institución médica? En mi memoria el dolor aparece como un estado más en la vida, algo natural aunque no cotidiano; pero el doctor aparece siempre como el cruel torturador que a golpe de inyecciones y pastillas combate contra mí, no contra la infección que hay en mí —la bacteria que soy. Por supuesto, sé bien que no es así, y en realidad siento respeto por el gremio pero en general me causan pavor. Los hospitales me ponen enfermo, las enfermeras me neurotizan (jamás me he topado con una que me erotize, como toda fantasía masculina digna de ese nombre indica) y para terminar, los doctores, como ya he dicho, cuando menos, me intimidan. A veces me parecen policías, a veces simples burócratas; en ocasiones me recuerdan a ciertos comerciantes sin escrúpulos y en otras, a viles asaltantes. Así en las instituciones públicas como en las privadas me siento incómodo, fuera de lugar, ajeno al entorno. Aún si voy a visitar a alguien me siento oprimido por el “todo” en el que estoy. Pero la misma sensación me aborda tanto en el hospital donde el orden y la asepcia imperan y todos sonríen y son atentos, como en la sordida sala de emergencias de un buen hospital tercermundista, donde siempre huele a mierda y los heridos se desangran en el piso mientras las enfermeras se hacen pendejas...
En ese sentido, no discrimino entre hospitales buenos y hospitales malos —para mí todos son hospitales... Esto, claro, en mi fuero pasional porque el yo pragmático que también soy asegura que es una verdadera estupidez irse a meter a un tugurio infecto si es posible pagar un lugar “decente”. Y así lo hago, claro. Este es un sitio limpio (no un hospital propiamente dicho, sino un edificio con consultorios), aunque escasamente agradable. De cualquier forma, el doctor que me atendió —creo haberlo escrito antes— resultó ser muy buena persona y, lo que es más importante, trata la boca ajena con la misma delicadeza con la que supongo, trata la suya propia —y eso, temo agregar, no se encuentra todos los días.

*
Recuerdo a pocos doctores con los que me haya sentido cómodo —y no quiero que con estas líneas alguien piense que soy un tipo enfermizo, por el contrario, si me siento ajeno al hospital es precisamente porque soy un hombre sano, de no serlo me sentiría en el paraíso apenas traspasara las puertas de tales antros—. Pero así como recuerdo a pocos, los recuerdo con mucho afecto (o cuando menos, con honesta simpatía). Después de que me operaran de la garganta a los cinco años de edad, mis visitas al hospital ocurrieron más como resultado de mis travesuras que por enfermedad real. Ocurrió, por ejemplo, que un día quise volar y me lance de lo alto de una de esas instalaciones de tubos que ponen en los parques públicos para que los niños nos tiremos al vacío. En otra ocasión perdí un par de dientes jugando futbol (aterricé con la dentadura sobre la plancha de concreto); otra vez me disloqué la muñeca mientras me hacía pasar por portero en un partido de balonmano; una vez me tragué no-sé-qué-cosa y al día siguiente mi caca sonó más pesada que de costumbre al caer en el inodoro. Recuerdo con particular morbo aquella vez en que me clavé una inocua astilla en la yema del dedo (en la mano izquierda, en el anular si mal no recuerdo) y en un par de días se me hizo una bola de pus del tamaño de la primera falange. Unos venerables amigos me acompañaron al policlínico —esto ocurrió en La Habana— y la enfermera “de guardia”, después de ver el estado de mi dedo hizo una seña a ciertos guardaespaldas de Fidel (o eso me parecieron entonces), quienes me agarraron fuerza de hombros, piernas y por último, sujetaron mi brazo con sus manazas. Entonces, con toda esa delicadeza que sólo se encuentra en trópico, la sutil enfermera cortó de un tajo la piel que cubría la infección y sin mayor trámite se dedicó a escarbar en la herida, raspando la pus de la carne...
El morbo, decía, aparece recurrentemente mediatizando mis recuerdos.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Canek:
Parabéns pelo teu «diário»! Com ou sem motocicleta gosto de vir aqui e de ler a tua visão do mundo e da(s) realidade(s). Que, como sabemos, são sempre múltiplas e muito mais complexas do que parecem.
Um grande abraço

4:11 a.m.  
Anonymous Anónimo said...

Amigo,
Añoranza ... ruego que estea mejor. Extraño tus palabras. Siga!

Fuser

8:23 p.m.  
Anonymous Anónimo said...

Es genial man, como describes nuestra escuela al campo......... ni te imaginas lo que haz logrado.... revivi los momentos que me habia obligado a olvidar.... es mas... haz hecho que vea en ellos razones para recordar..... !Nada, que.... el tiempo hace maravillas....ahora, te leo... y me place recordar lo que hasta ayer, me paracia una tortura.

Gracias

Mayito

5:16 p.m.  

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