lunes, mayo 30, 2005

01. El principio

1

El aeropuerto —diría Hakim Bey— es el no-lugar por excelencia. Es el territorio de paso del siglo XX, sitio de llegada y huida, de encuentro y desencuentro, de bienvenida y adiós. Es el más grande mito arquitectónico pues nadie lo habita, muchos lo transitan: es la real metáfora del eterno retorno…
No hay grandes controles, preciso es decirlo, nada de registros ni revisión excesiva de papeles (de hecho los solicitan más en las tiendas libres de impuestos —los impunes diutifrí— que en las casetas de migración. Tras pasar las rutinarias revisiones y dedicar una hora al Stolichnaya del bar, anuncian la salida del vuelo, llaman a abordar el avión. Se trata de un gallinero de esos que llaman Boeing, quizás del año 747 antes de Cristo. Una aeromoza que en Inglaterra debe considerarse bella nos indica las salidas de emergencia; un aeromozo que parece mayordomo me sirve una cerveza oscura que clama ser el orgullo de Londres (London´s Pride).
Comparto la hilera de asientos con un matrimonio mexicano que se escapa a Europa a celebrar sus diez años de casados (de lo más amables, por cierto) y que soportan los incesantes estertores de mi cuerpo, provocados por la prohibición nicotínica que en el avión impera, con paciencia infinita. El capitán parlotea en inglés y nadie, ni los británicos, parecen hacerle mucho caso. De pronto pienso que Dios es mexicano (agente municipal o director de obras públicas) pues nuestra ruta aérea tiene más baches que la calle en la que vivo.
Apenas despegamos, el capitán anuncia que por disposición de la Organización Mundial de la Salud y del Ministerio Británico de Salud, el avión debe ser desinfectado. Nos avisa que el gas no es tóxico pero que si alguno de los pasajeros tiene dudas al respecto puede cubrirse la boca y los ojos (sobre todo —dice el capitán— aquellos que utilizan lentes de contacto). Así, un aeromozo regordete y sonrosado recorre los pasillos disparando un esprái con olor a durazno, y no puedo evitar preguntarme si en primera clase harán otro tanto. Mis vecinos de asiento —en verdad simpáticos— escuchan mi perorata socialistoide con una evidente mezcla de curiosidad y desgano… Finalmente, duermen.
Cuando el capitán anunció que el vuelo duraría diez horas irremediablemente me pregunté cómo entretendría mi insomnio. Miré a un lado y a otro del pasillo y la sensación de estar en un gallinero pronto dio paso a la opresión del multifamiliar soviético (o para sentirme más tercermundista, de lo que en Cuba llaman solar y en México vecindad). Los delicados tumbos de nuestro avioncito de feria impiden que uno pueda desenchufarse del asiento, desconectarse del cinturón y pasear libremente por esos estrechos pasillos que ahora adquieren tintes de praderas imposibles… Todo huele a Kafka aquí.
Hubo entre los vecinos tremenda confusión alimenticia, pues cuando se nos ofreció la cena todos escuchamos una coma inexistente: Seafood, pasta or meat. Yo pedí seafood, el de al lado también; su esposa quiso pasta.
Cuando abrimos las charolas plásticas descubrimos que en las tres había camarones (los más pequeños que se hayan visto en mar alguno, por cierto) y la chica protestó de inmediato: Sorry, I asked for pasta —she said.
Al poco tiempo un elegante aeromozo apareció con otra bandeja y pidió disculpas por el error. Ella abrió el paquette y descubrió que era carne (meat). Llamó de nuevo al flemático pero errado mayordomo y aclaó que eso era carne, no pasta. El hombre, todo diligencia, se apresuró a cambiar el paquete y al instante descubrimos que contenía camarones (seafood) tal y como la primera bandeja: Entonces (y sólo entonces), comprendimos que no existía tal coma, que las opciones no eran seafood, pasta or meat, sino Seafood-pasta or Meat. En efecto, bajo los minicamarones yacía una delicada capa de tallarines…
Después de cenar, cuando la mayoría de los pasajeros duerme, me deslizo hasta el baño a cagar y a cepillarme la dentadura. Puesto que el dispositivo sanitario es en exceso pequeño la operación requiere de altas dosis de equilibrio zen, pensamiento trascendental y otro poco de teoría del caos. No puedo evitar preguntarme a dónde irán a parar mis delicados detritos: imagino la escena del paseante ocasional a quien una ocasional paloma le adorna la cabeza con un regalito de los cielos, y la comparo con la desgraciada escena en la que mi vertiginosa plasta de mierda cae desde los siete mil metros de altura sobre el rostro de un incauto, y el incauto, iracundo, grita: ¡Mierda, me ha cagado un avión!
No pude evitar una carcajada a solas, pero cuando abro la puerta del baño para regresar a mi asiento, descubro que el mayordomo espera afuera con la actitud propia de un policía antinarcóticos… Para mi desgracia nunca viajo con drogas.
No sé qué hacer con mi insomnio. Por el altoparlante han dicho que contamos con dieciocho canales de televisión, nosecuántos de radio y una amplia selección de videojuegos. Opté por la última oferta sólo para descubrir que los jueguitos están reservados para la primera clase (the First; pronúnciese alargando bien el segundo monosílabo). Iba a comenzar con aquello de la lucha de clases pero preferí ver televisión: después de todo, qué me importa a mí que los de primera vayan muy cómodos en sus asientos ultrarreclinables, que puedan estirar las piernas sin tener que levantarse, que su cena sea mejor que la mía o que puedan jugar videojuegos durante todo el maldito vuelo… En verdad, ¡qué demonios me importa!
Por fortuna, me aseguran con insistencia, la lucha de clases ya está fuera de moda; de lo contrario este avión caería calcinado por el fuego de Bakunin, que como todos sabemos es una extraña mezcla de fuego griego y fuego fatuo…
De cualquier forma la culpa es sólo mía, por no tener dinero suficiente para pagar un boleto de Primera.
Al subir al avión acomodé mis pertenencias en el compartimento que se encuentra justo sobre mi cabeza. Algunas decenas de minutos más tarde alguien de la hilera de adelante le pidió a la azafata que le guardara la chamarra por allá arriba, así que la aeromoza abrió el gabinete correspondiente a su asiento y descubrió que estaba repleto. Imposibilitada para introducir ahí un alma —mucho menos un abrigo—, la chica decidió guardar la prenda en el compartimento sobre mi cabeza y para lograrlo hubo de plantarme sus adminículos pectorales en pleno rostro, cosa que me desagradó sobremanera, sobre todo por la imposibilidad de morderle una teta. Creo, sin embargo, que dilucidó mis oscuras intenciones —mis más bajos instintos, dirían en el noticiero— pues ya no volvió a aparecer por mi lugar.
Lo malo de morderle un pezón a una perfecta desconocida es que no falta quien lo acuse a uno de macho-sexista-misógino, cuando la culpa no es de uno mismo sino del pezón en persona, lo que me llevaría a elaborar una compleja metafísica pezoniana, una gramática de la teta y una estética de la mama en cuestión, pero como por fin empiezo a vencer el insomnio tendré que dejarlo para otro día, u otra larga noche…

2
Al llegar a Londres un largo pasillo nos da la bienvenida, y en su interior, varios oficiales de algo nos indican caminar en fila por el lado derecho del pasillo mientras un lindo perrito nos olisquea, ganándose así el alimento. Por inconcebible que parezca el perro no me hace el menor caso; a mis vecinos, en cambio, les mueve la cola y olisquea la mochila a plenitud. De inmediato los gentiles oficiales ingleses vacían el bulto y lo revisan a conciencia… Nada encuentran, claro.
Pero yo no he sido testigo de esta escena; yo sigo caminando con mi mejor cara de pendejo hasta que se me ocurre decir algo a mis amables vecinos y ¡oh, sorpresa, ya no están! Me detengo a esperarlos y medio minuto más tarde llegan a paso rápido. Ella, un tanto enrojecida, asegura que el perro policía olió al perro de ella a través de la mochila; él, no sin escepticismo plantea que quizás alguna pequeña mota de mota haya quedado atrapada en la chamarra que va en la mochila… Así las cosas, nos despedimos; ellos a la terminal 2 del aeropuerto de Heathrow, Londres, y yo a la terminal número cuatro.
Camino. Aquí todos parecen recién salidos de una revista de moda y la mayoría viste de negro. Una inspección más atenta revela que hay de revistas de moda a revistas de moda, pero de la moda nadie escapa. Ahí está la típica punk inglesa (con sus vestidos tradicionales) aunque resulta ser un anuncio publicitario de teléfonos celulares. Cerca de mí se sienta una suerte de jipi cuarentón, alborotado pelo rubio, pantalón viejo, camisa estridente pero desteñida quien comenzó a hablar en una lengua bárbara que prontoasumí, debe ser el cockney del que tanto escribiera el antropólogo social aquel, de nombre Arthur Conan Doyle. Me disculpo con el jipi cuarentón arguyendo que no domino su dialecto (your tongue), y él me lanza una mirada que cualquier mexicano traduciría como: ¡y a este pinche indio qué le pasa!
Tras tan patético encuentro de salvajismo posmoderno desvío la vista y tropiezo con un letrero que reza: Multi-faith prayer´s room, lo cual vino a dejar bien claro que el más salvaje soy yo pues jamás en mi puta vida habría siquiera imaginado que en un aeropuerto existiera una sala de rezos múltiples, una capilla sin credo único. Evito cuestionarme sobre la posibilidad de que estalle ahí mismo una guerra santa o una nueva cruzada y me dirijo sin prisa a la sala de fumadores a rendirle culto al Dios Tabaco, primo hermano de Baco.
La sala de fumadores no es como esas que aparecen en las películas gringas (en sus aeropuertos, supongo) en las que docenas de personas ávidas de nicotina comparten sus humos en cubículos de proporciones y formas peceriles. Aquí, preciso es enfatizarlo, se trata a los fumadores con el debido respeto, no como si fuésemos parias, criminales, violadores del inmaculado entorno. La cabina es amplia y de muros de acrílico transparente que no exceden el metro ochenta (por arriba están abiertas); hay cómodas sillas y unos bancos altos, justo frente a una barra de aluminio en la que hay varios ceniceros. Así sí da gusto, lástima que haya perdido mi encendedor en algún punto del camino.
Llevo una hora y media aquí pues mi próximo vuelo está retrasado. Durante este tiempo he descubierto que a los nativos no les gusta establecer contacto visual con otros seres humanos. Al menos esa es la primera impresión. El contacto físico —estoy ya seguro de ello— se evita como a la peste. Como no quiero perturbar los Usos y Costumbres de estos aborígenes, dejo de insistir en el asunto del contacto visual, desisto de la idea de tocarle el hombro a alguien para que me haga caso, primero, y después para pedirle fuego; y me lanzo en busca de un encendedor. Aprovecho para merodear por las tiendas de electrónicos y entiendo de una buena vez por qué la libra esterlina es la moneda más cara del orbe: su poder adquisitivo es una mierda. Con horror veo que una computadora pinchurrienta vale 1000 libras (dosmil y tantos dólares), y ¡eso en la tienda libre de impuestos! No quiero ni imaginarme cuáles serán los precios Inglaterra adentro —lo que equivale a decir, allá afuera…
Pero el aeropuerto es un no-lugar, y desde este no-lugar es imposible juzgar lo que ocurre en el mundo real. Aquí nada es lo que parece (y nadie parece lo que es) porque la gente se prepara para entrar al no-lugar, y las mercancías adoptan precios no-lugareños, para personas que están en ningún sitio —no puedo decir que estoy en Inglaterra, ni siquiera en Londres. Ni madres, estoy en un pinche aeropuerto igual que cualquier otro (más grande, más pequeño ¿qué importancia puede tener eso?).
El caso es que estoy en el no-lugar, carezco de encendedor y mis ansias de fumador se triplican con el precio de las compus. Me acerco a la tienda más “modesta” (no estoy seguro de utilizar el término adecuado) y pido al trajeado hindú que atiende el local, un lighter, please. Después de pasar el encendedor por el lector de código de barras, el tipo me anuncia que el traste vale una libra y tantos. In euros, please, suplico comenzando a sudar; y la respuesta de 3.50€ me suena como un cañonazo o un bofetón en plena oreja…
Pero soy vicioso, muero por meterme al salón de fumadores (no es el único, por cierto, cada cien o doscientos metros hay uno, al menos en la sala en la que me encuentro). Saboreo de antemano mi cigarrillo cubano, camino rumbo al santuario tabaquero cuando paso por la ventanilla de British Airways y pregunto si alguien sabe cuánto retraso tiene mi vuelo: pues nada, que no ande de preguntón y que me limite a checar la información que aparece en las pantallas —porque pantallas no faltan en ese aeropuerto— y ahí me dirán cuándo y de qué sala saldrá ni vuelo. Me resigno, me persigno y me fumo un Popular.
En algún momento de la tarde (muchos cigarros y varias Guinness después) anuncian el vuelo con destino a París. British es una mierda, ya lo dije antes. Sus avioncitos se tambalean en los cielos como gotas de lluvia sacudidas por un ventarrón. El colmo del aburrimiento acontece cuando en las pantallas de plasma del avión aparece una simulación de la aeronave cruzando el Canal de la Mancha, al tiempo que, como en un videojuego chafa, aparecen en la esquina del monitor los kilómetros avanzados y los restantes… Demasiado para un desesperado. En el trayecto ofrecieron una minigalleta de pasta, un minichocolatito Tik-Tak, un minipanecillo dulce y un minijugo de algo que pretendía ser naranja. Llego al aeropuerto Charles De Gaulle y paso el control de migración. Hay dos grandes filas, una para portadores de pasaportes de la Unión Europea (y Suiza, anuncia el letrero) y otro para pasaportes varios. Recorro la fila de pasaportes diversos —o adversos, vaya usted a saber— y cuando llega mi turno entrego los papeles, el tipo los mira una y otra vez hasta que teclea en su computadora y aparece algo que debe ser muy interesante porque el tipo en dedica casi un minuto a lo que en la pantalla acontece, y cuando por fin me va a entregar el pasaporte vuelve a mirar la pantalla, después me mira, luego la foto del pasaporte, otra vez la pantalla y de nuevo a mí. Finalmente, me deja pasar.
Me dirijo a la zona de recepción de equipaje y mi maleta no aparece. Ya a punto de echarme a llorar le pregunto a un tipo con cara de entendido y me manda a otra sala porque donde yo estaba se recibían las maletas del vuelo proveniente de Frankfurt, no de Londres (y sí, lo describo en un parrafito pero fueron quince larguísimos minutos).
Camino ya con mi maleta (efectivamente, el errado era yo) y debo recorrer casi medio aeropuerto para tomar el vuelo a Burdeos. La zona aeroportuaria en la que me encuentro parece nueva, está semivacía y de pronto me pregunto si estoy en el sitio adecuado o sigo en mi viaje kafkiano. Una hora más tarde subo al avión de Air France…
Comparados con los ingleses los franceses son casi tropicales. Ya desde el avión la cosa era de risas y coquetería disfrazada de buena atención, y la aeromoza que se encargaba del área en la que viajé tenía los ojos más sublimes de la aviación entera… Pero el avión aterrizó sin percances a las diez de la noche, justo cuando empezaba a oscurecer…
Dormí quince horas seguidas, después de haber volado doce y pasado siete en cuatro aeropuertos distintos. Dormí cabalmente…