jueves, septiembre 29, 2005

11. De viajes y mestizajes (o el rap y la belleza)

La primera vez que escuché rap me desagradó por razones casi ideológicas: Eso no es música, afirmé tajante, como si en verdad supiera qué es la música. Hace dieciseis años de aquel encuentro fortuito y lo celebro ahora escuchando un delicioso hip-hop francés que repta por las pequeñas bocinas de la computadora en la que escribo. Claro que mucho ha llovido desde aquel rap primigenio tan básico. Sin embargo, y paradójicamente, la grandeza del hip-hop radica en su simpleza, pues es gracias a ésta es posible conjugarlo (mezclarlo) con cualquier otro idioma sonoro, con cualquier música, con cualquier tradición cultural. Lo que en los años setenta era un sonido emergente, pobre, de gueto (una música decadente porque partía de una vida en constante decadencia) cuya prioridad era esa improvisación verbal tan cercana a la décima —y es que, como la décima, el rap se basa en un combate verbalizado, en una batalla de rimas—; en la década siguiente se convirtió en un producto edulcorado que como ya dije, no me gustó nadita-nadita. El rap, contemporáneo del punk seguía el mismo principio de éste último: hazlo tú mismo; no es necesario ser músico para hacer una música rebelde, una contestación sonora no sólo al sistema político, económico y social, sino al propio sistema industrial de la música de masas. El rap, sin embargo, fue más radical pues prescindió también de los tradicionales instrumentos musicales: nada de guitarras, bajos o baterías; basta una caja de ritmos, un sampler, un par de tocadiscos y un micrófono barato para desatar la verborrea rítmica y escupir el descontento... No, hermano; no es necesario ser músico para hacer eso.

Ya en los años ochenta el rap había sido plenamente absorbido por la industria de masas y la radio y la televisión se llenaron de raperos tres-por-un-peso (¿alguien recuerda a MC Hammer?). Paralelamente, un movimiento subterráneo se fue fortaleciendo y creciendo, incluso en términos musicales. El hip-hop se hizo cada vez más amplio sin perder nada de su simpleza inicial, de su minimalismo crónico ni de su obsesividad abismal. Esa fue la etapa en la que escuché por vez primera las desabridas rimas del rap comercial y el desagrado fue mucho. Desagrado no excento de arrogancia, ya lo he dicho, pues eso no era música. Pero el último año de aquella década, en el 89, salió un disco que yo habría de escuchar un par de años después, en Cuba, y que significó mi primer acercamiento a las corrientes más subterráneas y atrevidas del rap (que nadie piense que el embargo nos limitaba en estas cuestiones musicales, pues si bien no había un mercado de música internacional en la patria socialista sí existía un intenso sistema de trueque inmaterial: yo te grabo este disco y tú me grabas aquel otro. Lo material, claro, llegaba gracias a algunos padres viajeros a quienes les encargábamos álbumes selectos, mucho más importantes para nosotros que todas las odas a la Revolución) y que se tituló Paul's Boutique, de los ex punks devenidos raperos llamados Beastie Boys. Paul's Boutique marcó las pautas del hip hop contemporáneo e hizo del rap un lenguaje transcultural basado en citas sonoras y elaborado a modo de collage. Las letras dejaron de limitarse al barrio (sin abandonarlo) e hicieron posible la convivencia en un mismo verso de Cézanne y una Uzi nueve milímetros, por decir algo. Sobre la aridez rítmica propia del hip-hop aparecieron las percusiones afrocubanas, las guitarras distorsionadas, las cítaras, violines o clarinetes, las letras irónicas (amargas y jocosas a la vez) y la inconfundible sensación de un todo: en efecto, Paul's Boutique es un disco de principio a fin y no una simple sucesión de canciones...

La preeminencia del ritmo evoca lo primigenio del hombre —la danza, la tribu, el ritual—, así como el moderno grafitti nos recuerda al hombre primitivo plasmándose en el muro de una caverna. En gran medida las subculturas urbanas, por vanguardistas que sean, tienen mucho de añejo, de algo que remite a eras anteriores a la modernidad, de ahí el éxito de las músicas industriales del siglo XX: el rocanrol, el pop, el hip hop, el techno y tantas otras. Son músicas instintivas, intuitivas y por ello mismo primarias. Visitar una discoteca (o un concierto de rock o de salsa) plena de jóvenes es adentrarse a un multitudinario ritual de apareamiento en el que el individuo se iguala a sus pares por obra y gracia del sacrosanto ritmo, de la liturgia gremial que pone en contacto al uno con el otro. Por diferentes que estas músicas sean entre sí todas cumplen un mismo cometido social: la celebración de la comunión, de la igualdad, aunque sólo sea por el tiempo que dure la música...

En mi vida siempre ha habido música. Gracias a mi padre conocí y aprendí a apreciar el rock (no sólo aquel primitivo y básico, también el otro, el que trasciende las fronteras de sí mismo); eso se lo debo a mi padre. De mi madre heredé el gusto por lo que hoy se llama “música del mundo” y que en realidad refiere a lo étnico, a lo tribal, a lo tradicional —con la diferencia de que en la época de mi madre la industria musical era mucho más limitada que hoy, por lo que su conocimiento sonoro terminaba en la América Latina y ya no tuvo acceso a todas las músicas de los otros continentes que hoy podemos conocer, gracias a Warner, EMI, Virgin et al (en realidad tales músicas son grabadas por compañías independientes pero distribuidas por trasnacionales). En resumen, adquirí dos culturas populares, en apariencia opuestas pero en verdad complementarias —al menos para mí. Ambos me enseñaron a apreciar lo que genéricamente y sin distinción de épocas llamamos música clásica, igualando así a Vivaldi con Mozart y Stravinsky, por ejemplo.

En fin, crecí oyendo música...


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Marsella no me decepciona. Desde que nos acercamos a la ciudad una deliciosa sensación de caos se deja sentir. La interminable sucesión de edificios soviéticos (esos hormigueros verticales que llenan la periferia de la ciudad) me desagrada, claro, pero no tanto como el cinturón de miseria que rodea a tantas urbes latinoamericanas —digamos que entre vivir en una casucha de lámina y vivir en un apartamento prefabricado es preferible lo segundo, aunque sea menos pintoresco... La guerra entre bandas por el control de las drogas en Marsella es legendaria. Mafias rusas, locales, marroquíes y vaya usted a saber de dónde más se han dado con todo durante años aquí. Las pandillas juveniles no son escasas, la pobreza tampoco. Pero el color está en todos lados. La vida se desarrolla en la calle y la diversidad aflora a cada paso. Paseamos por el centro de la ciudad, plagado de grafittis en verdad hermosos y complejos. Los pequeños comercios cubren las aceras y a veces las calles mismas, y así como todos los malls del mundo acaban siendo iguales, así también estas estrechas callejuelas de comercio informal me recuerdan a algunas de la Habana Vieja, o al centro de la ciudad de México, o a las que me ha mostrado el cine de cualquier país tercermundista. Veo también el color de mi piel por todos lados, en cualquier esquina me topo con alguien que podría ser mi primo, mi vecino o cualquiera de mis amigos, aunque hablen un idioma extraño para mí. En Marsella (Massilia, en occitano) me siento como en casa, y pienso que debo regresar a esta ciudad y conocerla a fondo...

Tercermundismo no es sólo sinónimo de pobreza y desigualdad, también refiere a un tipo de riqueza cultural que en el ordenado primer mundo tiende a desaparecer. Sin duda se trata de algo difícil de explicar, sobre todo porque lleva implícita una contradicción nada desdeñable: la que existe entre la pobreza económica y la riqueza —¿cómo llamarla?— espiritual, quizás (y pienso que el principal conflicto a resolver en el Tercer Mundo es este: ¿cómo igualar las condiciones económicas sin perder la diversidad implícita en sus contradicciones?, ¿cómo ser iguales sin dejar de ser diferentes?). De todas formas apelo a la espiritualidad desde el punto de vista del ateo irredento; para mí la espiritualidad está estrechamente vinculada a lo cultural más que a lo estrictamente religioso (la religión es sólo una de las caras de la cultura, aunque no la más oculta, por desgracia); y en Marsella esa contradicción está viva, se encuentra en todas partes y todos los rincones del mundo se encuentran en Marsella. Las músicas del orbe se escuchan en todos lados, hay ritmo, color y sensualidad en esta ciudad: no es una urbe decadente, por el contrario, rebosa vida, alegría y contradicciones a más no poder. Sin duda hay pobreza y desigualdad pero también es cierto que aquí se encuentra esa otra riqueza de la que hablé antes; la de la espiritualidad de las cosas, la de la diversidad plenamente aceptada y congruente en sus diferencias.


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Yo soy un subproducto de todos los mestizajes posibles: de los raciales y de los culturales también (incluyendo los ideológicos, otro de los rostros de la cultura). No creo en la pureza porque me resulta antinatural; es decir, contraria a mi naturaleza. Cuando aquellos tres blanquitos clasemedieros de Nueva York llamados Beastie Boys lanzaron su ya legendario Paul's Boutique (hoy, con el paso de los años el disco suena acaso demasiado adolescente, sin perder nada de su poderío transcultural) los raperos negros —perdón, de color— los atacaron con aquello del pillaje cultural. Claro que no se trató de una historia nueva, efectivamente la industria musical (blanca) norteamericana ya se había apropiado de muchas de las expresiones aportadas por los antiguos esclavos, incluyendo al blues y al jazz. Pero Beastie Boys le aportaron demasiado al hip hop, abriéndole las puertas del gran mercado musical a toda una generación de innovadores sonoros. Si al rock le tomó casi cinco décadas en generar lenguajes plenamente híbridos ahí donde llegara (el rock, en general, siempre fue demasiado purista), el hip hop, en apenas veinte años se ha mezclado ya con toda tradición cultural. Esto no habla sólo de la flexibilidad sonora y conceptual de dicha música, habla también de la imparable expansión de la industria musical que, junto a la cinematográfica, pertenece al siglo XX (en tanto industria, se sobrentiende). Gústenos o no, el hip hop es plenamente mundial, no en el sentido en el que el rock lo fue (siempre creado a imagen y semejanza de los patrones anglosajones) sino en aquel otro que refiere a la diversidad y a la amplitud —por lo demás, hoy en día todas las músicas industriales han pasado ya por similares procesos de reapropiación, de manera que en este instante escucho un jazz árabe que no es tal por haber sido producido en un país musulmán, sino porque efectivamente suena a música árabe, sin dejar jamás de sonar a jazz. El rock, el techno, el pop y otras sonoridades se hibridan consciente y constantemente a lo largo y ancho del planeta, participando todas —incluyendo las músicas verdaderamente autóctonas— en ese gran mercado global que Marx consideró prerrequisito para la revolución mundial y que resulta tan poco grato tanto a las izquierdas como a las derechas nacionalistas: En efecto, lo más globalizado en esta era globalizada es la resistencia a la globalización. Eso, y las músicas globales también...


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Todos mis héroes literarios de la infancia y la adolescencia cruzaron algún océano en barco. De todos, Sandokan fue y sigue siendo el más grande, el más valiente, el más inteligente y el más salvaje. Refinado y decadente, violento y humanista, hedonista y asceta según las circunstancias —y siempre rebelde. Otro de mis preferidos marinos es el subacuático Capitán Nemo, pirata de piratas, elegante y brutal, contradictorio como todo buen héroe. El Capitán Ahab, el pequeño Jack en la Isla del Tesoro, Robinson Crusoe, así como tantas aventuras narradas por Lovecraft en pos de Cthulhu, el primordial... Crecí leyendo novelas de aventuras, unas en los mares, otras en las galaxias siderales, unas más en los oscuros callejones de las grandes ciudades, no pocas en los campos, en los feudos medievales, en el mundo prehispánico, en el corazón del África negra. Con esos libros he viajado a China, a Transilvania, al Polo Norte, a la Antártida, a la antigua Grecia o a la Isla de Pascua. He sido esclavo, vaquero, indio, pirata, soldado, astronauta, guerrero, detective, grumete, vampiro, conquistador y conquistado. He vivido en carne propia todas las vivencias de mis queridos personajes; he reído y he sufrido con ellos, y con ellos —también— he amado y odiado... al menos con el libro en la mano. Muchas de esas aventuras las viví gracias a los tomos editados en Cuba en aquella sesentera década en la que todo cambió. En esos años el Estado revolucionario cubano invirtió millones de pesos en imprimir millones de ejemplares de miles y miles de títulos de la literatura universal en papel barato y a un precio más que módico: fue la década en la que la cultura y la transculturalidad eran importantes para el emergente gobierno cubano. Después, poco a poco, las publicaciones fueron adelgazando hasta llegar a la prohibición casi total (incluso tuve un ejemplar de 1961 de aquella hermosa novela antiautoritaria de George Orwell, 1984, editada en La Habana veintisiete años antes de que Fidel le explicara a Gianni Miná que en realidad en Cuba no había libros censurados, sino que simple y llanamente, ante la escasez de tinta y papel, el Estado revolucionario cubano tenía que discernir entre qué publicar y qué no).

Mis travesías marineras, sin embargo, se limitan a cortos paseos costeros, o en lagunas y alguna que otra vez, en río. En el año noventaiuno o noventaidós quise ir, por motivos relacionados con cierta fémina, a Nueva Gerona (pomposo nombre de la capital de la Isla de la Juventud, al suroeste de La Habana) pero la larga lista de espera para obtener un asiento en el barco me hizo desistir del intento: eran ya los años del Período Especial en Tiempo de Paz, como se le nombró —también con pompa— a la nueva y fatal crisis que sacudió al “socialismo” cubano... Creo que nunca volvimos a vernos, la fémina y yo. En resumen, mis aventuras acuáticas suman unas pocas millas náuticas recorridas a pocos nudos, dando tumbos en el oleaje, con el chaleco salvavidas bien puesto por si acaso; y nunca, jamás, ha habido piratas, ni tiburones, ni naufragios, ni tempestades... Afortunadamente.


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Abordamos el Paglia Orba casi a las seis de la tarde, en el puerto de Marsella. Se trata de un barco con bandera corsa de unos cientosesentiséis metros de largo, treinta de ancho, y otros tantos de altura (sí, ya sé que en cuestión de navíos se utilizan términos como eslora, barlovento, popa y demás, pero la verdad es que yo apenas distingo entre derecha e izquierda, y a veces, según las acciones de la izquierda o la derecha, ni siquiera eso logro distinguir) y con capacidad para quinientoscuarenta pasajeros y cientoveinte automóviles... En resumen, un barco pequeño, un ferry con camarotes. Reservamos una cabina para los tres de tres y medio por dos metros, con dos pequeñas camas y un microbaño mega-ascéptico que me recuerda a aquella odisea espacial de Stanley Kubrick, cuya estétita Susan Sontag definió como fascista (el orden total). También incluye un miniarmario y una mesita en la que justo cabe mi computadura. Sobre mi cabeza gravita un televisor y una reproducción barata de algún impresionista francés aparece como ventana en la pared del fondo. Abordamos, decía, y el barco tardó otra hora en zarpar, tiempo que aprovechamos para instalarnos en el bar y pasear por las tres cubiertas, con una cara de admiración y orgullo que no nos la quitó ni el viento. Finalmente el Paglia Orba se despega del puerto y un ligero bamboleo se deja sentir y trastorna el caminar de las personas, imitando todos involuntariamente —algunos a plenitud— el conocido paso del borracho perdido. El viaje me llena de emoción, no voy a negarlo, porque al fin, y aunque sea metafóricamente, voy a igualar a algunos de mis metafóricos héroes. Cierto que aquí no hay Triángulo de las Bermudas; cierto que no es un viaje de semanas o meses (apenas catorce horas, de hecho) pero es un viaje en barco. No en bote, ni en yatecito, mucho menos en balsa; en barco (aunque sea, comparativamente hablando, un barquito).

Parados en la parte frontal del barco —creo que es eso a lo que llaman proa, es decir, lo opuesto a la popa— nos llega la brisa cálida del Mediterráneo. Atrás queda el sol poniente, naranja y potente; al frente la luna llena, blanca y total. De pronto siento unas ganas locas de saltar por la borda, una cosa como vértigo seductor —ese que te llama al vacío, a la desaparición. Calculo que si salto, a la velocidad que va el barco, en menos de treinta segundos habré quedado atrás, olvidado en el mar; eso, si las propelas no me devoran antes. Pero es sólo un ataque de angustia literaria, bien lo sé —y un cierto innegable talento imaginativo para la (auto) destrucción.

El barco, en cierto sentido me da risa, con sus decorados pretendidamente aristocráticos que en realidad se quedan en pequeñoburgueses. Mucha alfombra azul y mucho aluminio dorado por doquier, mucha pretensión de alcurnia y cuando pido vodka me sirven Smirnoff —eso sí, el vaso casi a precio de botella (y de botella buena, además). Salimos a cubierta a fumar hashís viendo la costa y nuestro pequeño parece feliz con el bamboleo del barco: de hecho, duerme plácidamente. Un par de chicos con pinta de posthippies transiderales descorchan un tinto un poco más allá. Al otro lado de la cubierta una pareja se abraza a contraluz, de lo más románticos los dos, y el sol les hace un guiño antes de ocultarse tras el acantilado. Un montón de adorables viejitos revolotean por ahí, vestidos con ropas deportivo-marineras y rejuvenecidos momentáneamente. Un padre persigue a su hijo por toda la cubierta, una señora viaja con su perrito, y una chica solitaria y poética —pienso— suspira viendo cómo se alejan las luces de la ciudad. El viento arrecia y bajamos a nuestra cabina, que por ser de las más baratas no tiene vista al mar. De hecho, no tiene vista a ningún sitio; se encuentra entre dos pasillos en el cuarto piso del barco. Paseamos de arriba a abajo explorando el laberinto-barco, nos mojamos con el viento húmedo y volvemos al camerino, convencidos de que ambos cabemos en la estrechísima ducha del ultraordenado baño... Inútil, el pragmatismo no fue hecho para dos. Nos bañamos por turnos y volvemos al bar, a sus mullidos sillones y su adorable ambiente de decadente riqueza. El restaurante ha abierto pero mejor compramos en la cafetería unos paninis de mozzarela y una botella de vino: el precio del comedor es de primera pero dudamos (en vista de lo ya visto) que la comida lo sea. No es que nos pongamos muy exigentes a la hora de deglutir pero si nos obligan a pagar enormes sumas de dinero por una comida, por lo menos esperamos que sea excelente; si sólo nos están cobrando el derecho a dejarnos ver en el restaurante mejor pasamos y cenamos en la cubierta, viendo la espuma y las estrellas, empapándonos de salitre y nocturnidad. Además, mi mujer es marxista doméstica, lo que a grandes rasgos quiere decir que siempre saca cuentas entre el valor de uso y el valor de cambio... y si las cuentas no dan, pues peor para las cuentas. De cualquier forma, el viaje es en extremo barato; de lo contrario, los pobretones como nosotros no podríamos permitirnos un “crucerito” como este...

Despertamos hambrientos, claro, y subimos al restaurante a paliar nuestro apetito. El desayuno nos cuesta trece euros y consiste en nescafé, pan de anteayer, ensalada de frutas enlatadas y ácido cítrico con colorante E-128, también llamado jugo de naranja. Lo dicho, no tengo nada en contra del colorante artificial, siempre y cuando me lo vendan en lo que vale y no lo inflen estrambóticamente con absurdas pretensiones de lujo y caché. Me divierto de lo lindo viendo a la señora de allá que bebe su E-128 en una copa finísima, levantando el dedo meñique y haciendo gestos de anuncio comercial: Mmmm, delicioso, parece a punto de exclamar. El tonto de la mesa siguiente se limpia los labios con la esquina de la servilleta de papel, vacía el sobrecito de café sintético en la taza y levanta un panecillo calentado en microndas. Pone cara de finura mientras come tremenda mierda; todo es una ficción y todos finjen aquí: parece una mala película porno, con orgasmos prefabricados, contorsiones inútiles y signos de buen gusto (o, ¿acaso alguien es capaz de tolerar una cinta pornográfica con pretensiones de gran arte, con largos planos “paisajistas” y delicados suspiros donde habría de haber gruñidos?)... Pero el viaje ha sido bueno, divertido e instructivo; y la noche hermosa, aunque ahora, en la mañana, el cielo es plomizo. Entre la bruma vemos la costa, nos acercamos lentamente. Noémie anuncia que va al tocador a ponerse bella (como si no lo fuera) y mientras tanto leo: “¿Qué otra cosa desean en esta vida más que complacer a los hombres en grado máximo? ¿A qué miran, si no, tantos adornos, tintes, baños, afeites, ungüentos, perfumes, tanto arte en componerse, pintarse y disfrazar el rostro, los ojos y el cutis?”, ha escrito Desiderio Erasmo, más conocido como Erasmo de Rotterdam, en el año del Señor de 1508. Sonriendo la veo llegar, contoneando su hermosura, con los ojos brillantes, feliz de que la mire así, con mi mejor cara de bobo...

Hemos llegado: ahí está Porto-Vecchio, en la noble y rebelde isla de Córcega, patria de innumerables independencias y muchas más anexiones, territorio francés junto a Italia, país al que también perteneció algún día...

1 Comments:

Blogger EL GUARDIÁN said...

Hora de seguir escribiendo, papá, ¿no te parece?
Estuvo chido el encuentro, continúo sintiendome agradecido por la ocasión y buscando una nueva para regresar.
Te dejo un abrazo aquí pa'que vengas a recogerlo cuando puedas.
Saludos al resto de la comitiva también.

12:09 a.m.  

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