miércoles, junio 22, 2005

05. De partos parásitos

El centro hospitalario de la ciudad de Libourne es un complejo de edificios variopinto, bastante feo y semivacío, lo que le otorga cierto aire de decadencia a pesar de lo cuidado de sus instalaciones. Lo primero que llama la atención al entrar es, precisamente, que el lugar no huele a hospital —ya saben, esa mezcla que parece incluir siempre alcohol, éter y detergente para platos, y que en lugar de brindar sensación de higiene acaba provocando náuseas. La sage-femme que nos recibe (literalmente, mujer sabia pero significa partera o comadrona), amable y atenta, enchufa a Noémie a un aparato que mide el ritmo cardiaco del protobebé y el tiempo de las contracciones de la protomadre. Cuando queda claro que los espasmos están aun demasiado espaciados, la doctora nos manda a dar una vuelta, a caminar un poco por los jardines del centro hospitalario. Como decía antes, el lugar comprende cierto mestizaje transtemporal y postarquitectónico en el que se mezclan salvajemente edificios que parecen de los siglos XVIII, XIX, XX y XXI. Algunos espacios recuerdan a aquellas bases lunares del cine de ciencia ficción de los años sesenta; otros, en cambio, parecen salidos de una novela de Balzac o Víctor Hugo. Entre edificio y edificio hay pequeños jardines poblados por gatos de hospital (bastante sanos los felinos) y todo el conjunto está atravesado por pequeños caminos para peatones unos, y para motores otros.
Así que por ahí andamos y nos sentamos bajo unos grandes árboles a tomar un chocolate ella y un café yo. Dos horas después volvemos a la maternidad para reconectarla al sistema de medición cardiaca: “Esto va pa largo”, pienso, contabilizando todos los cigarros que no podré fumarme mientras esté allá adentro. Una hora después la sage-femme reaparece para revisar el largo papel que de la máquina ha salido y nos lleva a otra sala donde a Noémie le aplicarán la peridural, siendo ése el único momento en que no se me permite estar con ella. Obviamente, aprovecho mi descontento para chutarme tres cigarros al hilo —allá afuera, acompañado por un hombre de lo más nervioso que cada cierto tiempo murmura algo incomprensible y me mira como quien busca a un aliado o a un confesor. A eso de las nueve de la noche Noémie está convenientemente dopada por el anestésico, librándose al fin de los terribles dolores contractuales (de las contracciones), y liberando mi mano también. Pero sólo por dos o tres horas, después comienza la verdadera labor de parto...
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Desde que leyera a Carl Sagan y a Steven Hawkins nunca he podido quitarme del cerebro la comparación entre el parto y el Big-Bang (el Gran Pum, en español). La imagen de la creación como acto destructivo —explosión, desgarramiento— fascina desde su origen mismo, pues todos provenimos de tal violencia. El universo en el que flota nuestro planeta surgió de una explosión, producto de cierta acumulación de gases que había en una cosa que no se llamaba Universo pero que supongo, se comportaba como si en verdad lo fuera. Es decir, antes del universo nada había, pero en esa nada se acumularon gases —que por supuesto “algo” son— y esos gases se prendieron (¿combustión espontánea?) dando origen al Universo. (Sí, bueno, estoy jugando pero la cosa va en serio). Con el nacimiento ocurre algo semejante: sabemos “todo” sobre el desarrollo del feto y el alumbramiento, pero en realidad nada sabemos al respecto. No sabemos lo que es ser feto aunque todos lo hayamos sido; no sabemos qué significa nacer a pesar de que todos hemos nacido. Provenimos todos de esa violencia iniciática y pasamos el resto de la vida desconociéndola, ahuyentando su espectro de nuestra mente, de nuestra vista...
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Las contracciones se hacen cada vez más fuertes, duran más y el intervalo entre una y la siguiente se reduce vertiginosamente. La sage-femme guía los movimientos musculares dando indicaciones constates, marcando tiempos y controlando la dilatación (a fin de cuentas se trata de hacer pasar una sandía por un orificio del diámetro de un limón). La partera grita como entrenador de equipo de futbol, dando instrucciones a toda voz, preparando la estrategia para la última ofensiva del juego: Allez, allez, allez; trés bien, trés bien, trés bien; encore, encore; voilá... Soufflez —y otra vez desde el inicio. Una grotesca tabla gimnástica se desarrolla sobre la camilla (piernas flexionadas sujetadas con fuerza por ambos brazos, cabeza al frente, tensión total) y los gritos de la entrenadora se hacen más audibles al tiempo que los gemidos llenan la estancia. Las contracciones se ven, flotan en el ambiente y el dolor ajeno es en verdad propio. Mi mano sostiene con fuerza una de sus piernas y ella se aferra a mi antebrazo como diciendo que por muy inútil que me sienta en semejante situación, al menos sirvo de agarradera...
La cabeza comienza a asomar por entre la piel que se estira y recuerdo involuntariamente al octavo pasajero, aquel que sale de la panza del astronauta. En su película, Ridley Scott hace una parábola bastante simplona (y por ello mismo efectiva) entre el parto y la aparición de aquel parásito en el abdomen del astronauta. Y es que el feto en cierta forma es un parásito también. Se alimenta durante nueve meses del organismo que lo porta, se apropia de su energía vital para vivir y encima le da patadas. Y ahora supongo que esté pateando mucho porque parece tener atorada la cabeza en el acueducto ese. El rostro de Noémie, enrojecido, parece reventar; me doy cuenta que la sage-femme y su ayudanta cuchichean que aquello no avanza —ya van unos diez o quince minutos con la cabeza a medio camino (o ese tiempo creo que ha transcurrido, no lo sé a ciencia cierta). La entrenadora grita con más fuerza y dice que ahora sí, ahora sí y ahora sí... Apenas sacó la cabeza comenzó a llorar. Ella transmutó el dolor por la beatitud en su semblante. Cualquiera diría que fue amor a primera vista pues apenas ella lo tomó en sus brazos, él dejó de llorar. Ella, en cambio, lagrimeó un poco...
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Mientras cargo a ese recién nacido pienso qué pensará él. Es decir, ¿piensa? ¿Qué ocurre con la conciencia y la autoconciencia a tan temprana edad? Estoy a punto de preguntárselo cuando me hace una extraña mueca que me obliga a reflexionar: Creo que dice que me deje de pendejadas. Quiero preguntarle qué se siente nacer pero parece algo cansado y no quiero perturbarlo con inoportunos cuestionamientos sobre el ser y el estar. ¿Fetidez viene de feto? ¿Tú qué opinas, muchacho, cómo huele allá adentro? Lo cierto es que el chico no huele mal. Sus párpados vibran dos veces e interpreto eso como un No, aunque dudo que signifique algo. La madre nos mira con ojos aborregados mientras la enfermera arregla los estragos que ha hecho éste al salir. Le digo al chico que esa es su mamá y él llora un poco. Vuelvo a preguntarme si es conciente de lo que ocurre y no sé qué responderme... ¿Lo soy yo?
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Ahora que ha nacido no es menos parásito, claro. Pero no debemos entender con esto que él es un caso aislado, pues todos somos parásitos. En tanto habitantes del mundo, de éste nos alimentamos, nutriéndonos y desecándolo (no, no es discurso de grinpís). Es cierto que alteramos nuestro entorno según nuestras necesidades pero ¿acaso no altera la superficie craneana el piojo que la recorre? ¿No elige el mejor cabello para depositar delicadamente sus pequeños huevecillos? ¿No escoge con detenimiento el punto en el que habrá de manar más sangre, el rojo petróleo de que se alimenta? ¿No destruye la solitaria la flora intestinal, ni depreda el ácaro la epidermis?
Sí, parásitos somos todos; aunque (disculpen ustedes) algunos lo somos más que otros...

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Querido Canek>
Quería saber si tu y Noemi estan bien.
Y claro queria saber que es.
Ya lo sé. Un besito a los tres.
Dex

4:15 p.m.  

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