jueves, abril 30, 2009

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martes, diciembre 13, 2005

12. La escuela al campo


Hoy amaneció blanco, una capa de hielo cubre todo y el termómetro no sube más allá de los dos grados (siendo cero la media) en estos días. El frío cala los huesos, entume los dedos con que escribo y golpea el pecho con la fuerza de un Mike Tyson o cualquier otro peso completo (y ahora me pregunto por qué he escrito esta metáfora si nunca he sido golpeado tan brutalmente —al menos no por un peso completo). Pero así es el frío: hasta las metáforas se le congelan a uno. Mi nariz es un grifo que gotea constantemente, los oídos a veces duelen como en el fondo del mar y en los pies un cosquilleo constante obliga a dar pataditas en el suelo para sacudir inexistentes hormigas gangrenosas... Mi desastrosa imaginación apocalíptica hace de las suyas en medio de semejante clima: ya no me siento bipolar, sino polar a secas; no temo al infierno sino al invierno eterno y la única forma de subversión que contemplo en estos días es el terrorismo climático —la revolución del termómetro, vaya. Sin embargo, preciso es acotarlo, mis sentimientos al respecto se derriten al contacto con la realidad real: todo es tremendamente bello allá afuera, con tanto blanco, con esa bruma impenetrable que vuelve la vida una fantasmagoría hermosa, fría y... Fría.

Poco después del mediodía el sol logra atravesar la blancura general del entorno y el hielo se derrite en los sitios donde sus rayos golpean, pero no en las partes subordinadas a la sombra. Un par de pajarillos se aventuran allende sus nidos en busca de un gusano congelado. Los venados parecen estar de fiesta y juegan a cruzar la carretera sin ser atropellados, lo que no siempre consiguen. Los cazadores se unen al jolgorio y aquí y allá resuenan escopetazos aislados pero continuos: parecen fuegos de artificio bastante poco artificiales...
*

Recuerdo en contraparte, que en La Habana todo era calor. Un calor tal que cuando la temperatura descendía a veinte grados todos sacábamos nuestros abrigos; cuando caía a quince soñábamos con pingüinos y recuerdo alguna madrugada de enero en que el termómetro marcó diez y aquello fue ya el colmo: durante días no se habló de otra cosa en La Habana. Afirmar que los cubanos somos alegres, dicharacheros, paranoicos y victimistas podría parecer a cualquiera el colmo del chovinismo (como si hubiera pueblo capaz de contener en sí tantas virtudes); sin embargo, se trata de una realidad histórica plenamente comprobada. Por ejemplo, en aquella ocasión en que el termómetro marcó menos de lo tropicalmente debido hubo quien aseguró que se trataba de una operación de la CIA para desestabilizar el país: en efecto, culpar de todo a la CIA es el ejercicio preferido de la mitad de los nacionales; culpar de todo a Fidel, es el deporte de la otra mitad.

Así, recuerdo las comunes difamaciones elaboradas en contra del infernal verano (y conforme la crisis se agudizó los veranos se hicieron más y más infernales, ante la obvia carencia de helados, laguers y maltas). Recuerdo a un viejo filósofo de dominó de esos que pueblan las esquinas habaneras afirmar con pleno conocimiento de causa que antes del “comunismo” no hacía tanta calor en este país, de lo que se desprende que Fidel controla además el clima. Otro me preguntó una vez, entre guiños cómplices y codazos en las costillas, si no había reparado yo en la “casualidad” de que cada vez que Fidel habla en la Plaza o hay demasiado sol, o llueve desmedidamente o hace un frío de pinga, lo cual sólo confirma en verdad que Fidel es capaz de peroratear durante horas bajo cualquier circunstancia climatológica.

Recuerdo interminables días en los que en verdad aborrecí el calor. Recuerdo (o imagino) veranos que se extendieron durante años y en los que las lluvias sólo acentuaban el vapor y los ciclones chocaban con fuerza para desaparecer a los pocos días dejando más caos y más calor en la ciudad. Recuerdo la delgadísima suela de goma de mis alpargatas chinas derretirse en el pavimento estival al salir de la playita de 12; pero sobre todo, recuerdo cuando comenzaron los apagones programados de doce horas y entonces sí, ni ventilador ni nada para paliar el calor, ni refrigerador para el agua fría, único refresco en aquellos años. Recuerdo como una fatalidad los días aquellos en los que ni una brisa ni un suspiro corrían por la ciudad, esos días en los que el mar era una mancha gris uniforme e inmóvil y el cielo jamás alcanzaba el color azul de tanto maldito resplandor, de tanta luz. Recuerdo las horas sin sombra, las noches sin viento y recuerdo perfectamente que tal cosa me desagradaba sobremanera, y sin embargo en este mismo instante las recuerdo con nostalgia y cariño, las recuerdo con frío (y quizás por eso, por inversión térmica, me solidarizo ahora con los compañeros pingüinos que languidecían con tristeza en el acuario de Playa, en el eterno verano habanero).
*

Pero así como recuerdo calores espeluznantes (uno particularmente duro en Santiago de Cuba, en el mes de julio) recuerdo también unos fríos de ampanga, como aquellos días de fin de año en que por alguna u otra estúpida razón, me apunté a una “expedición” al pico Turquino, en la Sierra Maestra. Sin embargo, los calores y los fríos más cabrones que viví en Cuba fueron en Batabanó, en noviembre, en la escuela al campo. Para quien no esté al tanto de las particularidades del sistema educativo cubano intentaré explicarlo brevemente. A partir de la secundaria, una vez al año la escuela entera se traslada durante un mes (un mes y medio en el preuniversitario) a un campamento agrícola con el fin de que los alumnos trabajen todo el día en actividades agrarias como apoyo a la producción, por lo que durante ese tiempo no teníamos clases, sólo trabajo (vale aclarar que en las escuelas ubicadas en comunidades extraurbanas la cosa no era igual, ahí los estudiantes trabajaban la mitad del día y estudiaban la otra mitad, durante todo el año). Como dije, todo en aras del apoyo a la producción.

En la práctica, los chicos urbanos que acudíamos una vez al año a la escuela al campo éramos un verdadero desastre, y más que apoyar la producción la saboteábamos inconscientemente. No, no es que fuéramos saboteadores es que éramos inconscientes. Las mejores papas las utilizábamos para darnos papazos unos a otros en verdaderas batallas campales de surco a surco, de trinchera a trinchera. Los mejores tomates eran aquellos que estallaban en la cara del enemigo, y los mejores ajos dolían más al golpearte en la espalda, eso lo aprendí en carne propia. Había distintas actividades en la escuela al campo; alguna vez me tocó (junto a un nutrido grupo) desyerbar un terreno que nos llegaba al cuello, del cual salimos todos literalmente con miles de pequeñas heriditas de lo más humillantes: arden mucho y ni siquiera se ven. Lo mejor y lo peor del mundo era recoger plátano. Lo mejor porque comíamos hasta empacharnos, lo peor venía después, claro. Pero también entraba dentro de lo peor el platanal mismo: húmedo, oscuro, inexpugnable, pegajoso, repleto de insectos insistentes y además, los manojos de plátano que no son precisamente ligeros. En otra ocasión me fue mejor pues me pusieron con una brigada cuya labor consistía en llenar los depósitos del tractor con fertilizante, más o menos cada veinte minutos, que era lo que tardaba el tractor en diseminar cada carga. El resto del tiempo lo pasábamos bajo un árbol frondoso junto a una zanja de agua para riego, lo que hizo nuestros días menos sofocantes hasta que el supervisor (un profesor de matemáticas) nos descubrió nadando en la zanja, y de ahí, sin escalas, directico a la siembra de ajo, que es un verdadero dolor de espalda.

Ahora quisiera hacer una pausa y aclarar algo fundamental: aunque hablo aquí de “diversas ocasiones” yo sólo fui una vez a la escuela al campo. El año que inicié la secundaria mi escuela no fue completa al campo por falta de capacidad en los albergues, por lo que nos dejaron en la ciudad a los alumnos de séptimo grado (primero de la secundaria) recibiendo clases extras. El segundo año de la secundaria fue cuando acudí. En el tercero tampoco fuimos porque nuestra escuela había obtenido tan buenos resultados académicos que a modo de estímulo en lugar de ir al campo nos mandaron a Tarará, la ciudad de los pioneros, y en el pre ya no acudí porque estudié en el sistema de enseñanza para trabajadores (Facultad obrero-campesina), que obviamente no incluía esas actividades porque entonces ya trabajábamos.

Ocurre que en ese solitario mes que pasé en el campo deambulé de trabajo en trabajo (supongo que todos rotábamos de actividad cada semana o cada ciertos días, no me queda muy claro el asunto) y, como dije, el más duro de todos fue la siembra de ajos. La primera vez que me vi ante aquel surco que parecía infinito y me dijeron que tenía que arrastrarme por todo aquello enterrando con el dedo un diente de ajo más o menos cada cinco centímetros y que cuando terminara con ese tenía que seguir con el surco de al lado y así sucesivamente hasta el fin de la escuela al campo, por poco me da un soponcio. Bajo aquel sol hiriente avanzábamos arrodillados gritándonos improperios unos a otros, quemándonos la nuca y las neuronas y con un dolor de lomo que nos hacía soltar más palabrotas, enredándonos así en un círculo vicioso consistente en arrastrarnos, enterrar dientes de ajo, achicharrarnos bajo el sol e insultarnos aún más (cabe aclarar que los guajiros que nos enseñaban las labores hacían este trabajo de pie, soltando los dientes de ajo desde allá arriba con una precisión increible y enterrándolos con una vara de madera que utilizaban para tal fin, pero como nosotros estábamos demasiado verdes para tener tal coordinación, pues lo hacíamos de rodillas, necesitándose cinco o seis de los nuestros para igualar el trabajo de un sólo campesino en el mismo tiempo).

Recuerdo que para ir a la escuela al campo había que cargar con tremendas maletas de madera cerradas con candado pues en nuestra patria socialista el robo era una institución social de alto contenido revolucionario (en tanto minaba la propiedad privada del otro), por lo que además del trabajo y de los actos patrióticos de la mañana había que vigilar las pertenencias propias so pena de que pasaran a ser preocupación de alguien más. Teníamos que llevar además algunos complementos alimenticios pues la comida era más bien parca (y eran dichos extras, adquiridos en los supermercados en los que aún se podía comprar comida “por la libre” aunque a precios a veces exuberantes, los que más atraían a los compañeros ladrones). Aquel primer día que llegué con mi maleta disfrazada de caja fuerte, y después de instalarme en la litera que me tocó en medio de ese galerón repleto de literas —después de poner mis sábanas y cobertor en la colchoneta— lo primero que hice fue sacar de la caja fuerte un frasco de mermelada de mango, echar un poco en mi jarro de aluminio, agregarle agua y bebérmela de un trago. Acto seguido volví a meter en la maleta el frasco de mermelada con la tapa a medio poner —recordarán mis amigos cubanos que aquellos grandes pomos de mermelada de mango o guayaba no podían volver a cerrarse una vez abiertos— y empujé, acostada, la maleta bajo la cama. Una vez instalado y refrescado salí con todos los demás a recorrer el campamento, que consistía en cuatro barracas de unos treinta metros de largo, diez de ancho y unos cuatro de alto; siendo una para los varones, otra para las hembras, una tercera dividida en dos, la mitad para profesores y la otra mitad para los varones restantes (sumando en total unas trescientas personas en todo el campamento), y la cuarta que era el comedor. Todo eso en un terreno cuyas dimensiones ahora no logro abarcar pero que recuerdo como “muy” grande, y totalmente rodeado de alambre espinoso. El lugar en sí no era feo ni bonito sino todo lo contrario; lo agradable era poder estar todos juntos fuera de casa y con unas libertades que el control de unos pocos maestros no podrían sofocar...

Cuando volví a la litera casi grité de horror. Mi compañero de abajo, en aras del orden común había levantado mi maleta del suelo para ponerla parada junto a la pared, desparramándose en su interior toda la maldita mermelada de mango. Así, mi primera tarde en la escuela al campo la pasé lavando ropa, mientras el gracioso en turno pasaba por ahí machacando con insistencia que qué bolá con mi mamá que me había mandado a la escuela al campo con toda la ropa sucia. Me cagué en la suya, si mal no recuerdo. Afortunadamente un par de compañeritas de lo más solidarias se ofrecieron voluntariamente a ayudarme en el proceso de desmanguificación textil, haciendo en verdad la tarde mucho más llevadera.
*

Justo a las cinco y media de la madrugada un profesor recorría la barraca dando golpes en una gran olla como campana y gritando con fervor: ¡De pieeee! ¡Clan-clan-clan-clan! ¡Todos de pie!... daban ganas de asesinarlo, la verdad. Soñaba entonces —en esos sueños en los que me resisto a despertar— con una gran revolución estudiantil, si no para guillotinarlo o ahorcarlo, al menos para arrebatarle el singá caldero y darle unos cuantos calderazos junto a la oreja pa que aprenda a no joder más. Por desgracia tales cosas jamás ocurrieron y por el contrario, más de una vez el profe vino a sonar la campana junto a mi cabeza porque en efecto, siempre me resisto a despertar.

Una vez despierto venía la siguiente fase, que era salir de abajo de la colcha con aquel frío que las paredes de bagazo, el techo de asbesto y el piso de cemento no podían contener. ¡Qué frío, consolte! Andábamos todos como zombies rebotando entre las literas, semidormidos, congelados y agobiados de antemano por el trabajo del día. Los lavaderos quedaban a unos treinta metros y estaban al aire libre, así como las duchas y las letrinas —otra veintena de metros más al fondo— carecían de techo. Claro que nadie tenía la estúpida ocurrencia de bañarse a tan infames horas pero echarme agua en la cara era ya una hazaña pavorosa para mí, que siempre he sido friolento. A continuación venía la formación en el patio —con acto patriótico incluido—, de ahí pasábamos por grupos al comedor, donde desayunábamos en cinco minutos un café con leche y un pan con mantequilla, volvíamos a formarnos y ahí nos repartían en camiones de carga rumbo a los respectivos campos de trabajo (excepto aquellos que por razones de alergias, migrañas y demás se quedaban a trabajar en el campamento mismo). Tan pronto salía el sol el frío desaparecía, y para las diez de la mañana el infierno ya se había desatado sobre nuestras cabezas. Aquello era mucho con demasiado: si nos cubríamos el torso y la cabeza nos asábamos; si nos descubríamos nos quemábamos: era una decisión difícil. Al mediodía volvíamos al campamento a almorzar (por turnos, previa formación) una comida consistente en arroz, potaje de chícharos o frijoles, una papa o un boniato, un trozo de pescado o de carne de ave (de averigua tú qué coño es, solíamos agregar), pan y natilla, todo en raciones minimalistas y servido en esas bandejas de aluminio que había en todo comedor obrero, escolar, agrario o carcelario; y después a descansar hasta las dos, hora en que partíamos nuevamente al trabajo. A las seis o seis media ya estábamos todos de vuelta, hacíamos cola para bañarnos y a las ocho comíamos (más o menos lo mismo que en el almuerzo).
*

Pero me desagradaría sobremanera que alguien llegase a ver aquí un recuerdo amargado, amargo o amargoso. No lo es, no sólo porque de las virtudes cubanas la que menos me agrada es la victimista sino porque los recuerdos que tengo de ese mes son en verdad agradables. Disfruté mucho la escuela al campo, con sus fríos y sus calores, con su trabajo duro (muy duro a veces —más para chicos o chicas de doce o trece años) pero también aprendí mucho y sobre todo lo viví plenamente. Hoy me pregunto si no debería estar prohibida esta forma de explotación laboral infantil en una nación civilizada, pero la verdad es que en aquellos años no me hacía tales cuestionamientos éticos. Que en aras del conocimiento y respeto del trabajo campesino los chicos lo hagan alguna vez me parece incluso correcto, pero movilizar a los estudiantes como un batallón productivo todos los años, enajenándolos de la escuela y utilizándolos como mano de obra gratuita va más allá de toda pedagogía. La pervierte incluso. Sin embargo, la recuerdo con cariño.

Recuerdo bien la algarabía de aquella primera mañana de trabajo, todos un tanto eufóricos dispuestos a enfrentarnos a la “aventura” del campo; recuerdo también el cansancio y desasosiego de la tarde, ya finalizadas las labores y desencantados ante la desventura. Recuerdo que me sentía hecho mierda, que olía a cojón de oso (para utilizar una expresión de moda en aquellos días) y que tenía un hambre del tamaño de Cuba entera. Me duché sin ganas después de esperar media hora fuera del baño, envuelto en una toalla e intentando a partes iguales mantenerme despierto y evitar que el gracioso en turno me arrebatara la toalla en medio del patio. No sé por qué, siempre hay un comemierda que se cree chistoso en estos lares —o dos, o tres, o incluso muchos más. La de comemierderías que se cometieron en ese mes fue impresionante, aunque ni más ni menos que las que se cometieron en todas y cada una de las generaciones de la escuela al campo. Claro que a estas alturas de la “revolución”, al año 27 o 28 de su triunfo (recuerdo que había que escribirlo en el cuaderno al inicio de cada clase, justo abajo de la fecha: “Año XXVII de la Revolución”, tal y como Mussolini impusiera en Italia: “Año VII de la Era Fascista”), acudíamos a la escuela al campo, decía, despojados ya de todo fervor voluntarista y tan sólo era para nosotros uno de tantos trámites de nuestra educación. Aclaro esto porque quizás al principio de la revolución (cuando la revolución fue una Revolución) los primeros estudiantes en ir a trabajar al campo lo hicieron tomándose el asunto en serio: Nosotros no. Para nosotros no era algo importante sino obligatorio, que es distinto y diferente.

A las diez de la noche se decretaba el “toque de queda” y se apagaban todas las luces del campamento (por lo demás, después del día de trabajo y ante la perspectiva de despertar otra vez a las cinco y media, casi nadie permanecía despierto después de esa hora); por lo que entre la comida y la litera disponíamos de dos horas libres, mismas que dedicábamos a actividades tan divertidas como cantar “la cabra, la cabra, la puta de la cabra, la madre que la parió” en torno a una fogata. Aquí y allá resonaban las latas a modo de tambores. Alguna guitarra aparecía por ahí y no faltaba el silviorrodríguez o el pablomilanés aficionado que “amenazara” la descarga. Fue a los pocos días que algún aventurero descubrió el refugio antiaéreo un tanto alejado del centro del campamento, y que estaba compuesto por tres autobuses previamente despojados de sus asientos y enterrados un par de metros bajo tierra con una puerta de acero a ras del piso a modo de acceso. Al parecer los profesores desconocían su existencia pues para sorpresa de todos el lugar no estaba cerrado con candado. De más está decir que pronto se volvió el centro de reunión de los elementos más antisociales de aquella congregación (entre los que lamento informar me encontraba yo). Aquel era nuestro bar, adentro sonaba el rock, había cigarros y ron y escarceos amorosos por doquier. Era nuestro territorio, nuestro “Primer territorio libre de América”, conquistado con nocturnidad, alevosía y ventaja a los trece años de edad. No era poca cosa pues significaba para nosotros —parafraseando el discurso oficial, cosa que por lo demás nos divertía muchísimo— nuestro bastión, nuestro clandestinaje, nuestro granma, nuestra sierramaestra y nuestro girón. Nosotros éramos unos rebeldes que nos habíamos apropiado revolucionariamente de un espacio en las entrañas del “mostro”... al menos en nuestras calenturientas mentes adolescentes. Sin algo tan comemierda como la “ocupación” de aquel refugio nuestras noches en la escuela al campo habrían sido mucho más aburridas, y no tanto por lo que ocurría adentro, que en realidad era más o menos igual a lo que ocurría afuera (el alcohol, el tabaco, la música, el sexo), sino porque aquel lugar significaba para nosotros la “conquista” de un espacio propio. Y tenía todo el sabor de la victoria, además —era en efecto, un lugar libre de la injerencia de la autoridad del campamento, y eso no significaba poco ni para nosotros ni para ellos, evidentemente.

Sin embargo, como asegura el cantor, un día “se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar”; representado en este caso el comandante por una cierta profesora de historia, quien una noche irrumpió en nuestro sacrosanto antro armada con una linterna, en busca de su hija, una compañerita del aula a quien encontró en estado inconveniente —según apuntó después un camarada bastante observador, la niña estaba “con las mamas al aire”— y se armó tremendo correcorre y un salepafuera, sálvesequienpueda y sitevinomeacuerdo del carajo. Por mi parte admito sin rubor que a pesar de haber estado yo en lo más profundo del refugio, fui el primero en salir disparado de ahí, no me pregunten cómo.

Quiso la mala fortuna que la profesora llevara horas buscando a su hija (cuyo nombre recuerdo perfectamente y no diré aquí), por lo que ya había preguntado a todos los demás profesores primero, y a varios alumnos y alumnas después, acerca del posible paradero de la “niña”. Alertados los demás maestros, fueron cayendo en la cuenta de que faltábamos unos cuantos más. Supongo que alguien acabó por chivatear lo del refugio, y así aparecieron ahí. Y digo aparecieron porque cuando salimos todos corriendo ya estaban los profesores esperándonos afuera —parecía en verdad una redada aquello. Por supuesto, el lugar fue clausurado y aunque todos nos llevamos un buen regaño la única que lloró esa noche fue la hija de la profesora de Historia.
*

El aburrimiento hace que el adolescente se ponga un poco más imbécil de lo que por naturaleza es, de ahí que conforme los días y las noches se volvían rutina y tedio, nuevas estupideces se tuvieron que inventar. Así surgieron los “escuadrones de la muerte”, compuestos por los comemierdas más fuertes y comemierdas de la escuela con el fin de hostigar a los demás de forma a veces ingenua y “divertida”, a veces cobarde y francamente hostil. Recuerdo por ejemplo una larga noche bastante bastante sosa en la que un compañerito se quedó dormido a eso de las ocho de la noche. Lloviznaba, por lo que estábamos casi todos metidos en el barracón (el resto seguía allá afuera bailando). Algunos leían, otros conversaban en grupos más o menos reducidos, unos cuantos ordenaban sus maletas, alguno escribía, varios descansaban tendidos en sus camas, pero solo uno dormía. No logro recordar a quién se le ocurrió la idea pero de pronto comenzó a circular la voz de que actuáramos como recién despertados. A continuación apareció el comemierda de turno con el gran caldero en la mano, aporreándolo con una cabilla de acero y gritando el consabido ¡De pieeee...! Aquel pobre diablo que cayó rendido después del trabajo, que ya no aguantaba más, se despertó sobresaltado, asustado, y murmurando cosas intraducibles agarró su cepillo de dientes, su toalla y se dirigió al lavadero con toda la cara de desmañanado que se puede tener a las nueve y media de la noche. El tipo tardó unos buenos diez minutos en escuchar la música, descubrir las risas de los demás y darse cuenta de que todo era una jodedera de evidente mal gusto —para él, pues los demás estábamos encantados a decir verdad. Pero aquello no era grave. Tampoco era grave amanecer con la cara embarrada de pasta de dientes, ni amarrado a la cama, ni que te escondieran la maleta: todo eso era lo de menos. La vertiente más desagradable de toda esta suerte de gangsterismo de escuela al campo es la escatológica. Por alguna razón que escapa a mi entender algunos compañeros gustaban de embarrar de caca a otros, o embarrar sus ropas, o sus camas o cualquiera de sus pertenencias. Era, literalmente, una agresión de mierda, sucia, desagradable, asquerosa... Pero recuerdo también que algún compañero fue golpeado en las duchas por un grupo de cinco. Recuerdo que a más de un chico lo golpearon entre varios mientras dormía en su propia cama en plena madrugada. Y recuerdo que nunca “se sabía” quién había sido. Y al dolor de los golpes hay que agregar el de la humillación propia de la golpiza y el silencio.
*

Una de las cosas más divertidas era el fin de la jornada laboral, pues cuando subíamos a los camiones (camiones de carga, planos y con un borde de medio metro de altura, donde íbamos “acomodados” una treintena de chicos y chicas) lo hacíamos armados de frutas o viandas, así si en el camino de regreso al campamento nos cruzábamos con (o adelantábamos a) otro camión de alumnos se armaba enseguida la batalla, con papas, malangas, naranjas y tomates volando de lado a lado. Recuerdo una ocasión en que a una compañerita que estaba cerca de mí le sonaron un boniatazo en pleno face que por poco la tumba del camión en marcha. A esos combates y a los sostenidos en el campo de trabajo habría que agregar también las guerras nocturnas. Cuando corría la voz de que esa noche habría guerra de botas todos temblábamos, particularmente los que dormíamos en las literas superiores. Puesto que todos usábamos botas de trabajo todos teníamos derecho a participar en el combate (todos teníamos “armas”, para decirlo en plata) por lo que a veces la guerra alcanzaba proporciones en verdad mundiales. La guerra consistía en tomar posiciones —defensivas u ofensivas, es decir, parapetarse en la cama lo mejor posible o blandir ambas botas en espera de que se abran las hostilidades. Cuando todo está listo, a la cuenta de tres se apagan las luces del galerón y entonces estalla la batalla... En talla, solíamos afirmar cuando algo era muy cool. La guerra no duraba sino pocos segundos en los que las botas-proyectiles dibujaban parábolas para caer sobre uno explosivamente. Nunca faltaba el hijoeputa que medía bien a su víctima y al apagarse las luces se paraba casi frente a su cama y le descerrajaba en corto un buen botazo en medio del pecho —y no faltaban la venganza ni el despecho en tales casos. Sin embargo, el herido de mayor gravedad en esos combates, lo admito sin falsa modestia, fui yo mismitico.

Ocurrió aquella noche en que regresé del trabajo particularmente hecho mierda, con los pies destrozados por las botas y la humedad, todo adolorido y un tanto insolado. En verdad estaba ya harto y después de comer me fui a un rincón del patio a fumarme un cigarro y olvidarme del mundo. Cuando avisaron que ya pronto se apagarían las luces volví al galerón, donde no había querido estar para no soportar a todos los demás —lo digo, estaba de malas. Apenas entré llegó a mis oídos el temido rumor: Guerra de botas. No, mierda, pensé, hoy no. Estaba tan cansado que me cambié de ropa, me metí a la cama y no tomé precaución alguna para el futuro evento. Estaba tan cansado que a pesar de que me repetía constantemente: no te vayas a dormir que va a haber guerra, no te vayas a dormir, dormir, no te vayas, dormir, dormir, dormir... me quedé profundamente dormido y comencé a soñar que estaba en La Habana, que era un día soleado y que iba rumbo a la playita de 12 en la 132. Iba, lo recuerdo muy bien, en la parte delantera de la guagua, casi junto a la puerta, agarrado de un tubo vertical que estaba justo frente a mí. De pronto la guagua frenó violentamente y yo, que estaba comiendo mierda, me estrellé de cara contra el tubo, despertando en medio de la oscuridad para palparme el rostro y cerciorarme de lo que ya sospechaba: que me habían reventado la nariz de un soberano botazo —y claro, no faltó el gracioso en turno que al ver mis sábanas embarradas de sangre, preguntara: Oye chico, pero ¿a ti te bajó la regla o qué bolá contigo? El coño de tu madre, creo haberle respondido.

Que me reventaran la nariz en definitiva tuvo también su lado amable pues al día siguiente no fui a trabajar. Otra ventaja fue que algunas chicas me miraron como si fuera un verdadero herido de guerra, y la mirada misma fue ya un regalo bien recibido. Por lo demás, no podía agacharme porque sangraba, no podía reirme porque sangraba, no podía estar bajo el sol porque sangraba, no podía acostarme porque sangraba y en definitiva, no podía hacer nada porque sangraba. Otra ventaja fue el respeto adquirido entre los tipos de los escuadrones de la muerte quienes valoraron positivamente el que yo hubiera aguantado el golpe “como los hombres” y que no chivateara a nadie. En honor a la verdad histórica debo agregar que ambas afirmaciones son un tanto desproporcionadas; la primera porque el golpe me tomó tan de sorpresa que ni siquiera me dio tiempo de llorar, y la segunda porque nunca supe quién cojones fue el hijoeputa que me reventó la nariz de un botazo, pero el día que lo averigüe, de que lo chivateo lo chivateo. Por mi madre que sí...
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Por último, el período de escuela al campo terminó un buen día a pesar de nuestros pronósticos en sentido opuesto. A pesar de las diarreas, las fiebres, las chinches, los herpes, los golpes y el trabajo mismo logramos sobrevivir aquel mes fatigoso sin mayores contratiempos. Afortunadamente yo asistí una vez a tal experimento: una vez que me sirvió para conocer aquello, una vez que por fortuna no se repitió jamás. Sin embargo (o precisamente con embargo, no lo sé) los proyectos de escuela al campo y las escuelas en el campo continúan vigentes en Cuba. De hecho, desde principios de los años noventa casi todos los institutos preuniversitarios de las ciudades fueron reinstalados en el campo, quedando los alumnos bajo el régimen de medio día de estudios y medio de trabajo, durante el curso escolar entero, teniendo un fin de semana libre cada dos o tres semanas. En las ciudades sólo quedaron aquellas escuelas que mezclaban el bachillerato con la enseñanza de alguna profesión “urbana” (las escuelas de arte o las de mecánica, por mencionar dos), así como las escuelas para trabajadores, que fueron refugio de muchos de nosotros. Esto provocó una deserción masiva de estudiantes en todos los sectores, un abandono generalizado del sistema educativo, una negación visceral (inconsciente) a ser utilizados como mano de obra para costear nuestros estudios. Si esto es culpa de Fidel o de la CIA es algo que divide a la sociedad en dos; pero lo único cierto en todo esto y que está por encima de cualquier otra consideración es que tal práctica no es más que un triste mecanismo de explotación laboral, un trabajo al que el Estado “revolucionario” somete a los estudiantes menores de edad para que paguen así su propia educación gratuita. Por muchos buenos recuerdos y mucha nostalgia que yo sienta, lo cierto es que tal cosa es una terrible deformación del “socialismo” y una traición a sus ideales más profundos.

Pero repito, mientras estaba allá en el campo trabajando ni una sola vez me pasaron por la cabeza tales pensamientos (el trabajo obligatorio embrutece, ¿alguien lo duda?); yo sólo estaba ahí, como todos los demás, dejándome llevar por la corriente, cumpliendo con mis obligaciones cotidianas y disfrutando de la vida. Muchas amistades se consolidaron, muchas complicidades surgieron, muchos “noviazgos” nacieron y murieron allá. Mucho reímos, cantamos, bailamos y jugamos entre todos. Mucho aprendimos también, quizás no del campo en general pero sí de nosotros en particular, de cada uno de nosotros. Y aprendimos, claro, lo que es el trabajo “de verdá” —o al menos eso presumíamos al volver a casa, a la rutina escolar. Por eso insisto: una vez en la vida es una buena experiencia para cualquiera; como método común, como práctica perpetua es simple y llanamente una reverenda mierda, una explotación que nada tiene que ver con la construcción del socialismo. Es, para jugar una vez más con el discurso oficial, una desviación ideológica que debe ser erradicada ya...
*

Y así termina este largo día invernal, ya bien entrada la noche. El termómetro ha caído hasta los siete bajo cero aunque yo he pasado la jornada allá en el trópico, recordando y escribiendo, escribiendo y recordando. ¿El frío? No importa, ya entré en calor. Ahora sólo me resta dormir con la esperanza de que nunca más me caiga una bota en la cara...

jueves, septiembre 29, 2005

11. De viajes y mestizajes (o el rap y la belleza)

La primera vez que escuché rap me desagradó por razones casi ideológicas: Eso no es música, afirmé tajante, como si en verdad supiera qué es la música. Hace dieciseis años de aquel encuentro fortuito y lo celebro ahora escuchando un delicioso hip-hop francés que repta por las pequeñas bocinas de la computadora en la que escribo. Claro que mucho ha llovido desde aquel rap primigenio tan básico. Sin embargo, y paradójicamente, la grandeza del hip-hop radica en su simpleza, pues es gracias a ésta es posible conjugarlo (mezclarlo) con cualquier otro idioma sonoro, con cualquier música, con cualquier tradición cultural. Lo que en los años setenta era un sonido emergente, pobre, de gueto (una música decadente porque partía de una vida en constante decadencia) cuya prioridad era esa improvisación verbal tan cercana a la décima —y es que, como la décima, el rap se basa en un combate verbalizado, en una batalla de rimas—; en la década siguiente se convirtió en un producto edulcorado que como ya dije, no me gustó nadita-nadita. El rap, contemporáneo del punk seguía el mismo principio de éste último: hazlo tú mismo; no es necesario ser músico para hacer una música rebelde, una contestación sonora no sólo al sistema político, económico y social, sino al propio sistema industrial de la música de masas. El rap, sin embargo, fue más radical pues prescindió también de los tradicionales instrumentos musicales: nada de guitarras, bajos o baterías; basta una caja de ritmos, un sampler, un par de tocadiscos y un micrófono barato para desatar la verborrea rítmica y escupir el descontento... No, hermano; no es necesario ser músico para hacer eso.

Ya en los años ochenta el rap había sido plenamente absorbido por la industria de masas y la radio y la televisión se llenaron de raperos tres-por-un-peso (¿alguien recuerda a MC Hammer?). Paralelamente, un movimiento subterráneo se fue fortaleciendo y creciendo, incluso en términos musicales. El hip-hop se hizo cada vez más amplio sin perder nada de su simpleza inicial, de su minimalismo crónico ni de su obsesividad abismal. Esa fue la etapa en la que escuché por vez primera las desabridas rimas del rap comercial y el desagrado fue mucho. Desagrado no excento de arrogancia, ya lo he dicho, pues eso no era música. Pero el último año de aquella década, en el 89, salió un disco que yo habría de escuchar un par de años después, en Cuba, y que significó mi primer acercamiento a las corrientes más subterráneas y atrevidas del rap (que nadie piense que el embargo nos limitaba en estas cuestiones musicales, pues si bien no había un mercado de música internacional en la patria socialista sí existía un intenso sistema de trueque inmaterial: yo te grabo este disco y tú me grabas aquel otro. Lo material, claro, llegaba gracias a algunos padres viajeros a quienes les encargábamos álbumes selectos, mucho más importantes para nosotros que todas las odas a la Revolución) y que se tituló Paul's Boutique, de los ex punks devenidos raperos llamados Beastie Boys. Paul's Boutique marcó las pautas del hip hop contemporáneo e hizo del rap un lenguaje transcultural basado en citas sonoras y elaborado a modo de collage. Las letras dejaron de limitarse al barrio (sin abandonarlo) e hicieron posible la convivencia en un mismo verso de Cézanne y una Uzi nueve milímetros, por decir algo. Sobre la aridez rítmica propia del hip-hop aparecieron las percusiones afrocubanas, las guitarras distorsionadas, las cítaras, violines o clarinetes, las letras irónicas (amargas y jocosas a la vez) y la inconfundible sensación de un todo: en efecto, Paul's Boutique es un disco de principio a fin y no una simple sucesión de canciones...

La preeminencia del ritmo evoca lo primigenio del hombre —la danza, la tribu, el ritual—, así como el moderno grafitti nos recuerda al hombre primitivo plasmándose en el muro de una caverna. En gran medida las subculturas urbanas, por vanguardistas que sean, tienen mucho de añejo, de algo que remite a eras anteriores a la modernidad, de ahí el éxito de las músicas industriales del siglo XX: el rocanrol, el pop, el hip hop, el techno y tantas otras. Son músicas instintivas, intuitivas y por ello mismo primarias. Visitar una discoteca (o un concierto de rock o de salsa) plena de jóvenes es adentrarse a un multitudinario ritual de apareamiento en el que el individuo se iguala a sus pares por obra y gracia del sacrosanto ritmo, de la liturgia gremial que pone en contacto al uno con el otro. Por diferentes que estas músicas sean entre sí todas cumplen un mismo cometido social: la celebración de la comunión, de la igualdad, aunque sólo sea por el tiempo que dure la música...

En mi vida siempre ha habido música. Gracias a mi padre conocí y aprendí a apreciar el rock (no sólo aquel primitivo y básico, también el otro, el que trasciende las fronteras de sí mismo); eso se lo debo a mi padre. De mi madre heredé el gusto por lo que hoy se llama “música del mundo” y que en realidad refiere a lo étnico, a lo tribal, a lo tradicional —con la diferencia de que en la época de mi madre la industria musical era mucho más limitada que hoy, por lo que su conocimiento sonoro terminaba en la América Latina y ya no tuvo acceso a todas las músicas de los otros continentes que hoy podemos conocer, gracias a Warner, EMI, Virgin et al (en realidad tales músicas son grabadas por compañías independientes pero distribuidas por trasnacionales). En resumen, adquirí dos culturas populares, en apariencia opuestas pero en verdad complementarias —al menos para mí. Ambos me enseñaron a apreciar lo que genéricamente y sin distinción de épocas llamamos música clásica, igualando así a Vivaldi con Mozart y Stravinsky, por ejemplo.

En fin, crecí oyendo música...


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Marsella no me decepciona. Desde que nos acercamos a la ciudad una deliciosa sensación de caos se deja sentir. La interminable sucesión de edificios soviéticos (esos hormigueros verticales que llenan la periferia de la ciudad) me desagrada, claro, pero no tanto como el cinturón de miseria que rodea a tantas urbes latinoamericanas —digamos que entre vivir en una casucha de lámina y vivir en un apartamento prefabricado es preferible lo segundo, aunque sea menos pintoresco... La guerra entre bandas por el control de las drogas en Marsella es legendaria. Mafias rusas, locales, marroquíes y vaya usted a saber de dónde más se han dado con todo durante años aquí. Las pandillas juveniles no son escasas, la pobreza tampoco. Pero el color está en todos lados. La vida se desarrolla en la calle y la diversidad aflora a cada paso. Paseamos por el centro de la ciudad, plagado de grafittis en verdad hermosos y complejos. Los pequeños comercios cubren las aceras y a veces las calles mismas, y así como todos los malls del mundo acaban siendo iguales, así también estas estrechas callejuelas de comercio informal me recuerdan a algunas de la Habana Vieja, o al centro de la ciudad de México, o a las que me ha mostrado el cine de cualquier país tercermundista. Veo también el color de mi piel por todos lados, en cualquier esquina me topo con alguien que podría ser mi primo, mi vecino o cualquiera de mis amigos, aunque hablen un idioma extraño para mí. En Marsella (Massilia, en occitano) me siento como en casa, y pienso que debo regresar a esta ciudad y conocerla a fondo...

Tercermundismo no es sólo sinónimo de pobreza y desigualdad, también refiere a un tipo de riqueza cultural que en el ordenado primer mundo tiende a desaparecer. Sin duda se trata de algo difícil de explicar, sobre todo porque lleva implícita una contradicción nada desdeñable: la que existe entre la pobreza económica y la riqueza —¿cómo llamarla?— espiritual, quizás (y pienso que el principal conflicto a resolver en el Tercer Mundo es este: ¿cómo igualar las condiciones económicas sin perder la diversidad implícita en sus contradicciones?, ¿cómo ser iguales sin dejar de ser diferentes?). De todas formas apelo a la espiritualidad desde el punto de vista del ateo irredento; para mí la espiritualidad está estrechamente vinculada a lo cultural más que a lo estrictamente religioso (la religión es sólo una de las caras de la cultura, aunque no la más oculta, por desgracia); y en Marsella esa contradicción está viva, se encuentra en todas partes y todos los rincones del mundo se encuentran en Marsella. Las músicas del orbe se escuchan en todos lados, hay ritmo, color y sensualidad en esta ciudad: no es una urbe decadente, por el contrario, rebosa vida, alegría y contradicciones a más no poder. Sin duda hay pobreza y desigualdad pero también es cierto que aquí se encuentra esa otra riqueza de la que hablé antes; la de la espiritualidad de las cosas, la de la diversidad plenamente aceptada y congruente en sus diferencias.


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Yo soy un subproducto de todos los mestizajes posibles: de los raciales y de los culturales también (incluyendo los ideológicos, otro de los rostros de la cultura). No creo en la pureza porque me resulta antinatural; es decir, contraria a mi naturaleza. Cuando aquellos tres blanquitos clasemedieros de Nueva York llamados Beastie Boys lanzaron su ya legendario Paul's Boutique (hoy, con el paso de los años el disco suena acaso demasiado adolescente, sin perder nada de su poderío transcultural) los raperos negros —perdón, de color— los atacaron con aquello del pillaje cultural. Claro que no se trató de una historia nueva, efectivamente la industria musical (blanca) norteamericana ya se había apropiado de muchas de las expresiones aportadas por los antiguos esclavos, incluyendo al blues y al jazz. Pero Beastie Boys le aportaron demasiado al hip hop, abriéndole las puertas del gran mercado musical a toda una generación de innovadores sonoros. Si al rock le tomó casi cinco décadas en generar lenguajes plenamente híbridos ahí donde llegara (el rock, en general, siempre fue demasiado purista), el hip hop, en apenas veinte años se ha mezclado ya con toda tradición cultural. Esto no habla sólo de la flexibilidad sonora y conceptual de dicha música, habla también de la imparable expansión de la industria musical que, junto a la cinematográfica, pertenece al siglo XX (en tanto industria, se sobrentiende). Gústenos o no, el hip hop es plenamente mundial, no en el sentido en el que el rock lo fue (siempre creado a imagen y semejanza de los patrones anglosajones) sino en aquel otro que refiere a la diversidad y a la amplitud —por lo demás, hoy en día todas las músicas industriales han pasado ya por similares procesos de reapropiación, de manera que en este instante escucho un jazz árabe que no es tal por haber sido producido en un país musulmán, sino porque efectivamente suena a música árabe, sin dejar jamás de sonar a jazz. El rock, el techno, el pop y otras sonoridades se hibridan consciente y constantemente a lo largo y ancho del planeta, participando todas —incluyendo las músicas verdaderamente autóctonas— en ese gran mercado global que Marx consideró prerrequisito para la revolución mundial y que resulta tan poco grato tanto a las izquierdas como a las derechas nacionalistas: En efecto, lo más globalizado en esta era globalizada es la resistencia a la globalización. Eso, y las músicas globales también...


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Todos mis héroes literarios de la infancia y la adolescencia cruzaron algún océano en barco. De todos, Sandokan fue y sigue siendo el más grande, el más valiente, el más inteligente y el más salvaje. Refinado y decadente, violento y humanista, hedonista y asceta según las circunstancias —y siempre rebelde. Otro de mis preferidos marinos es el subacuático Capitán Nemo, pirata de piratas, elegante y brutal, contradictorio como todo buen héroe. El Capitán Ahab, el pequeño Jack en la Isla del Tesoro, Robinson Crusoe, así como tantas aventuras narradas por Lovecraft en pos de Cthulhu, el primordial... Crecí leyendo novelas de aventuras, unas en los mares, otras en las galaxias siderales, unas más en los oscuros callejones de las grandes ciudades, no pocas en los campos, en los feudos medievales, en el mundo prehispánico, en el corazón del África negra. Con esos libros he viajado a China, a Transilvania, al Polo Norte, a la Antártida, a la antigua Grecia o a la Isla de Pascua. He sido esclavo, vaquero, indio, pirata, soldado, astronauta, guerrero, detective, grumete, vampiro, conquistador y conquistado. He vivido en carne propia todas las vivencias de mis queridos personajes; he reído y he sufrido con ellos, y con ellos —también— he amado y odiado... al menos con el libro en la mano. Muchas de esas aventuras las viví gracias a los tomos editados en Cuba en aquella sesentera década en la que todo cambió. En esos años el Estado revolucionario cubano invirtió millones de pesos en imprimir millones de ejemplares de miles y miles de títulos de la literatura universal en papel barato y a un precio más que módico: fue la década en la que la cultura y la transculturalidad eran importantes para el emergente gobierno cubano. Después, poco a poco, las publicaciones fueron adelgazando hasta llegar a la prohibición casi total (incluso tuve un ejemplar de 1961 de aquella hermosa novela antiautoritaria de George Orwell, 1984, editada en La Habana veintisiete años antes de que Fidel le explicara a Gianni Miná que en realidad en Cuba no había libros censurados, sino que simple y llanamente, ante la escasez de tinta y papel, el Estado revolucionario cubano tenía que discernir entre qué publicar y qué no).

Mis travesías marineras, sin embargo, se limitan a cortos paseos costeros, o en lagunas y alguna que otra vez, en río. En el año noventaiuno o noventaidós quise ir, por motivos relacionados con cierta fémina, a Nueva Gerona (pomposo nombre de la capital de la Isla de la Juventud, al suroeste de La Habana) pero la larga lista de espera para obtener un asiento en el barco me hizo desistir del intento: eran ya los años del Período Especial en Tiempo de Paz, como se le nombró —también con pompa— a la nueva y fatal crisis que sacudió al “socialismo” cubano... Creo que nunca volvimos a vernos, la fémina y yo. En resumen, mis aventuras acuáticas suman unas pocas millas náuticas recorridas a pocos nudos, dando tumbos en el oleaje, con el chaleco salvavidas bien puesto por si acaso; y nunca, jamás, ha habido piratas, ni tiburones, ni naufragios, ni tempestades... Afortunadamente.


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Abordamos el Paglia Orba casi a las seis de la tarde, en el puerto de Marsella. Se trata de un barco con bandera corsa de unos cientosesentiséis metros de largo, treinta de ancho, y otros tantos de altura (sí, ya sé que en cuestión de navíos se utilizan términos como eslora, barlovento, popa y demás, pero la verdad es que yo apenas distingo entre derecha e izquierda, y a veces, según las acciones de la izquierda o la derecha, ni siquiera eso logro distinguir) y con capacidad para quinientoscuarenta pasajeros y cientoveinte automóviles... En resumen, un barco pequeño, un ferry con camarotes. Reservamos una cabina para los tres de tres y medio por dos metros, con dos pequeñas camas y un microbaño mega-ascéptico que me recuerda a aquella odisea espacial de Stanley Kubrick, cuya estétita Susan Sontag definió como fascista (el orden total). También incluye un miniarmario y una mesita en la que justo cabe mi computadura. Sobre mi cabeza gravita un televisor y una reproducción barata de algún impresionista francés aparece como ventana en la pared del fondo. Abordamos, decía, y el barco tardó otra hora en zarpar, tiempo que aprovechamos para instalarnos en el bar y pasear por las tres cubiertas, con una cara de admiración y orgullo que no nos la quitó ni el viento. Finalmente el Paglia Orba se despega del puerto y un ligero bamboleo se deja sentir y trastorna el caminar de las personas, imitando todos involuntariamente —algunos a plenitud— el conocido paso del borracho perdido. El viaje me llena de emoción, no voy a negarlo, porque al fin, y aunque sea metafóricamente, voy a igualar a algunos de mis metafóricos héroes. Cierto que aquí no hay Triángulo de las Bermudas; cierto que no es un viaje de semanas o meses (apenas catorce horas, de hecho) pero es un viaje en barco. No en bote, ni en yatecito, mucho menos en balsa; en barco (aunque sea, comparativamente hablando, un barquito).

Parados en la parte frontal del barco —creo que es eso a lo que llaman proa, es decir, lo opuesto a la popa— nos llega la brisa cálida del Mediterráneo. Atrás queda el sol poniente, naranja y potente; al frente la luna llena, blanca y total. De pronto siento unas ganas locas de saltar por la borda, una cosa como vértigo seductor —ese que te llama al vacío, a la desaparición. Calculo que si salto, a la velocidad que va el barco, en menos de treinta segundos habré quedado atrás, olvidado en el mar; eso, si las propelas no me devoran antes. Pero es sólo un ataque de angustia literaria, bien lo sé —y un cierto innegable talento imaginativo para la (auto) destrucción.

El barco, en cierto sentido me da risa, con sus decorados pretendidamente aristocráticos que en realidad se quedan en pequeñoburgueses. Mucha alfombra azul y mucho aluminio dorado por doquier, mucha pretensión de alcurnia y cuando pido vodka me sirven Smirnoff —eso sí, el vaso casi a precio de botella (y de botella buena, además). Salimos a cubierta a fumar hashís viendo la costa y nuestro pequeño parece feliz con el bamboleo del barco: de hecho, duerme plácidamente. Un par de chicos con pinta de posthippies transiderales descorchan un tinto un poco más allá. Al otro lado de la cubierta una pareja se abraza a contraluz, de lo más románticos los dos, y el sol les hace un guiño antes de ocultarse tras el acantilado. Un montón de adorables viejitos revolotean por ahí, vestidos con ropas deportivo-marineras y rejuvenecidos momentáneamente. Un padre persigue a su hijo por toda la cubierta, una señora viaja con su perrito, y una chica solitaria y poética —pienso— suspira viendo cómo se alejan las luces de la ciudad. El viento arrecia y bajamos a nuestra cabina, que por ser de las más baratas no tiene vista al mar. De hecho, no tiene vista a ningún sitio; se encuentra entre dos pasillos en el cuarto piso del barco. Paseamos de arriba a abajo explorando el laberinto-barco, nos mojamos con el viento húmedo y volvemos al camerino, convencidos de que ambos cabemos en la estrechísima ducha del ultraordenado baño... Inútil, el pragmatismo no fue hecho para dos. Nos bañamos por turnos y volvemos al bar, a sus mullidos sillones y su adorable ambiente de decadente riqueza. El restaurante ha abierto pero mejor compramos en la cafetería unos paninis de mozzarela y una botella de vino: el precio del comedor es de primera pero dudamos (en vista de lo ya visto) que la comida lo sea. No es que nos pongamos muy exigentes a la hora de deglutir pero si nos obligan a pagar enormes sumas de dinero por una comida, por lo menos esperamos que sea excelente; si sólo nos están cobrando el derecho a dejarnos ver en el restaurante mejor pasamos y cenamos en la cubierta, viendo la espuma y las estrellas, empapándonos de salitre y nocturnidad. Además, mi mujer es marxista doméstica, lo que a grandes rasgos quiere decir que siempre saca cuentas entre el valor de uso y el valor de cambio... y si las cuentas no dan, pues peor para las cuentas. De cualquier forma, el viaje es en extremo barato; de lo contrario, los pobretones como nosotros no podríamos permitirnos un “crucerito” como este...

Despertamos hambrientos, claro, y subimos al restaurante a paliar nuestro apetito. El desayuno nos cuesta trece euros y consiste en nescafé, pan de anteayer, ensalada de frutas enlatadas y ácido cítrico con colorante E-128, también llamado jugo de naranja. Lo dicho, no tengo nada en contra del colorante artificial, siempre y cuando me lo vendan en lo que vale y no lo inflen estrambóticamente con absurdas pretensiones de lujo y caché. Me divierto de lo lindo viendo a la señora de allá que bebe su E-128 en una copa finísima, levantando el dedo meñique y haciendo gestos de anuncio comercial: Mmmm, delicioso, parece a punto de exclamar. El tonto de la mesa siguiente se limpia los labios con la esquina de la servilleta de papel, vacía el sobrecito de café sintético en la taza y levanta un panecillo calentado en microndas. Pone cara de finura mientras come tremenda mierda; todo es una ficción y todos finjen aquí: parece una mala película porno, con orgasmos prefabricados, contorsiones inútiles y signos de buen gusto (o, ¿acaso alguien es capaz de tolerar una cinta pornográfica con pretensiones de gran arte, con largos planos “paisajistas” y delicados suspiros donde habría de haber gruñidos?)... Pero el viaje ha sido bueno, divertido e instructivo; y la noche hermosa, aunque ahora, en la mañana, el cielo es plomizo. Entre la bruma vemos la costa, nos acercamos lentamente. Noémie anuncia que va al tocador a ponerse bella (como si no lo fuera) y mientras tanto leo: “¿Qué otra cosa desean en esta vida más que complacer a los hombres en grado máximo? ¿A qué miran, si no, tantos adornos, tintes, baños, afeites, ungüentos, perfumes, tanto arte en componerse, pintarse y disfrazar el rostro, los ojos y el cutis?”, ha escrito Desiderio Erasmo, más conocido como Erasmo de Rotterdam, en el año del Señor de 1508. Sonriendo la veo llegar, contoneando su hermosura, con los ojos brillantes, feliz de que la mire así, con mi mejor cara de bobo...

Hemos llegado: ahí está Porto-Vecchio, en la noble y rebelde isla de Córcega, patria de innumerables independencias y muchas más anexiones, territorio francés junto a Italia, país al que también perteneció algún día...

viernes, septiembre 02, 2005

10. Asturias, mi amigo, las feministas y el multihomicida


Si alguien me preguntara por qué dejé de escribir todo este tiempo no sabría qué responder. Supongo que me deprimí terriblemente, no por cosas que ocurrieran a mi alrededor (el niño está bien, sonriente y conversador; mi querida Noémie tan dulce como siempre; el entorno en que me encuentro igual de cálido y acogedor), sino por las jugarretas de mi deteriorado cerebro. No sé si es por puro espíritu de contradicción pero yendo todo bien yo tengo que sentirme mal; me bloqueo y no puedo escribir, no escribo y me bloqueo aún más. Claro que me faltan algunas “cositas” (mis amigos, por ejemplo, y las interminables conversaciones que recorren todo y conducen a nada)...

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Cuando a los doce años llegué a vivir a La Habana y me matriculé en la escuela Carlojotafínlai, dos chicos que ya eran grandes amigos me admitieron en su club privado (lo único privado que había en Cuba por aquellos años). Fue gracias a ellos que mi integración a la realidad cubana me resultó menos difícil: ellos me enseñaron a lidiar con las sutilezas del socialismo tropical, con las contradicciones de la dictadura del proletariado. Era un par extraño, casi incongruente. A uno de ellos ya lo mencioné de pasada en un texto anterior (el chico que a los trece años había leído casi tanto como Borges a los cuarenta), ése se llama Fabricio; el otro es Iván y es el extremo opuesto: no leía casi nada (exceptuando las notas sobre tecnología —por lo demás, Fabricio le “contaba” los libros) pero era tan práctico y consciente de su entorno que no se perdía de gran cosa en verdad. Iván era vivaracho, parlanchín, jodedor y mataperro (que es como en Cuba se le dice a los chicos que se la pasan en la calle mataperreando), y las niñas se desvivían por sus ojos verdes y su sabiduría de barrio. La sabiduría de Fabricio, en contraparte, era de biblioteca, y las chicas se desvivían por huir de él. Era un muchacho grotesco porque siempre hay algo de grotesco en un treceañero que habla de Platón como si fuera un compañero de juegos (y más en La Habana, no sé por qué)... Yo, por supuesto, aprendí de ambos pues me encontraba en el justo medio. Mientras uno me contaba la historia de Cuba con pelos y señales el otro me hacía ver los efectos de dicha historia en la cotidianidad de los cubanos, con pelos y señales también; mientras a uno lo escuchaba despotricar sobre la falta de talento intelectual de las chicas con el otro me iba a explorar a las chicas sin que me importaran un comino sus dotes conceptuales; mientras con uno apostaba a ver quién terminaba primero la lectura del Decamerón, con el otro apostaba a ver quién besaba primero a Carmencita...
Éramos un trío extraño, es cierto, pero muy equilibrado.
De cualquier forma, narrar aquí las innumerables aventuras, venturas y desventuras que pasamos juntos sería imposible (son tantas y mi memoria tan poca); pero además, tampoco viene al caso. Seguimos vivos, recordando aquellos hermosos años en la Cuba socialista en los que descubrimos el sexo, las drogas y el rocanrol (no siempre en ese orden ni en las mismas cantidades, pero algo descubrimos), eso primero; y la violencia y la miseria después (y no es que no hubiera violencia y miseria cuando éramos chicos, es que aún no se había totalizado, como ocurrió después; entonces aún creíamos que el futuro que nos vendieron en la bodega podía construirse, estudiábamos para eso, nos preparábamos para construir un país cada vez mejor. Después, la terquedad de la realidad nos hizo abandonar creencias memorizadas en la escuela y los rituales, a fuerza de repetición y sinrazón acabaron por agotarse, aún sin extinguirse del todo).
Hace cosa de un par de meses recibí un email de Iván preguntándome si lo recordaba —pregunta ociosa, pues amigos como tú no se olvidan: respondí con alegría. El caso es que la semana pasada, después de diez años sin vernos y catorce sin conversar largo y tendido fui a visitarlo a la ciudad de Oviedo, Asturias, en el noroeste español. Salí de Burdeos en el tren de alta velocidad haciendo escalas en Bayonne, Biarritz, Saint Jean de Luz y Hendaye, para finalmente cruzar la frontera y terminar en Irún. En Irún tengo un par de horas libres antes de tomar el autobús, así que abandono la maleta en un casillero en la estación y me abandono por ahí, perdido entre los letreros en vasco. Camino mirando todo hasta que topo con una palabra conocida impresa en color naranja: Cannabis. En efecto, una cuadra más allá, en la acera de enfrente, una tienda anuncia productos relacionados con el noble hábito de la mariguana o ganja. Ya saben, la tienda llena de revistas, libros y recetarios varios, así como pipas, papeles para enrollar, camisetas estampadas con hojas de cannabis y demás tonterías para llamar la atención. Sin embargo, yo no quería una camiseta, ni una gorra, ni una pipa ni nada de eso, yo sólo pensé que ahí, teniendo en cuenta las cosas que venden, quizás podría encontrar información útil para el turista de paso... Por desgracia, la tienda estaba cerraba.
Maté el tiempo masticando un insípido pan con jamón serrano y bebiendo una espantosa cerveza española de cuya marca no me quiero recordar jamás (bueno, tenía que probarla, si no para qué cojones viajo, digo yo). Era un bar pequeño, con una barra casi coqueta y un montón de mesitas con minibanquitos apretujados en el minilugar. Como pude me acomodé en una minimesa —increíblemente, sin tirar nada al suelo. Masticaba, decía, con desgano cuando noto la presencia de dos féminas en la mesa lateral izquierda y el instinto del cazador despierta sin que yo pueda detenerlo. Shhh, tranquilo, le digo. Quieto, quieto, que ya no eres un muchachito. Pero el muchachito no quiere entender y ve carne vasca y piensa Comida y yo le digo que no que no es Comida que son sólo unas agradables jovencitas que toman café mientras chismean de naderías y miran de reojo y oh, no; sí, me están mirando de reojo, y el muchachito piensa Comida y yo insisto en que no: Que no es comida, le digo. Además, estamos de vacaciones. Ambos, recalco... Me hago güey y finjo leer algo muy interesante en el periódico de hoy y pienso que de ninguna manera le voy a dar la razón a mi mujer que asegura que no me puede dejar ni un minuto solo: No le voy a dar la razón, y las chicas de la mesa lateral izquierda, claro, ríen aún más porque he dicho esto último en voz alta: No le voy a dar la razón. Es una cuestión de orgullo, creo...
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En su alucinante libro El varón domado (1971; el libro está dedicado a demostrar que en realidad somos los varones los que vivimos bajo una dictadura femenina en la que se nos controla todo, desde el dinero hasta el esperma; que la mujer es un ser estúpido incapaz de sobrevivir en el mundo si no es explotando a un varón —lo que conduce a la lógica conclusión de que el varón es el verdadero imbécil pues tolera la explotación y además se traga el cuento de que él es el victimario—, y otras lindezas por el estilo. De más está decir que a las feministas no les hizo ninguna gracia el libelo en cuestión); en el libro, decía, Esther Vila asegura que uno de los métodos con que la mujer domestica al hombre es mediante el sentimiento de culpa, inculcado (inculpado, diría Cabrera Infante) desde la más tierna infancia con frases tan tiernas como: Si haces eso a mami no le va a gustar; o, ¿Viste lo que le hiciste a mami?; o, en casos extremos: ¿Viste lo que le hiciste hacer a mami? En fin, el caso es que el sentimiento de culpa existe, y según algunos estudios se da mucho más en los varones que en las del otro sexo (otros estudios, claro, desmienten rotundamente a los primeros y aseguran lo opuesto; tampoco falta quien afirma que se trata de la Culpa que todo ser humano carga por el pecado de nuestros ancestros, los lujuriosos Adán y Eva). El caso es que el sentimiento de culpa existe, no sé si más o menos, pero existe entre los varones; y no se si más o menos que en los demás pero existe en mí: ¿Yo soy Un culpable?, me pregunto: Soy yo Un culpable, me respondo. Claro que prefiero aceptar que soy (a veces) un hijoeputa en lugar de andar por ahí en plan redentor. Como conozco mi sentimiento de culpa (y lo que es peor, el sentimiento de culpa que me provoca tener sentimiento de culpa: ¿culpable de qué?, me grito sordamente); como conozco, decía, el sentimiento de culpa, prefiero (a veces) no tener que lidiar con él...
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Les sonrío y murmuro un gruñido y ellas me sonríen también. Me levanto a pagar la cuenta y ellas se quedan sentadas. Salgo del lugar y ellas se quedan adentro... Te estás haciendo viejo, dice el muchachito azuzándome. Cállate, pendejo, le respondo: Cuando regresemos a casa, con ella, comprenderás mis razones (y sólo como anticipo, me permito imaginar por un instante cómo será nuestro reencuentro —vamos, para que el muchachito se vaya haciendo una idea). Y el muchachito, apabullado, no puede sino sorprenderse ante mi declaración de principios y el muy hijoeputa afirma: Estás madurando... Y a mí, sin que pueda evitarlo, se me caen los hombros mientras camino por la estrecha callejuela y sonriendo me fumo un Ducado, imaginando aún el futuro reencuentro...

Llego al autobús justo a tiempo; deposito la maleta en la barriga del bicho y monto, casi alegre. Por fortuna el autobús es cómodo, lo que básicamente quiere decir que hay suficiente espacio entre los asientos para meter mis piernas. Me obsequian unos audífonos para “audicionar” (afirmó la camionmoza —no se asombren, es el servicio Supra) la película, la radio, o uno de los dos canales de música contínua. Claro que no te regalan nada, tú ya has pagado cuarenta euros para subirte al autobús y eso incluye el precio de los audífonos chinos cien-por-un-euro, las cocacolas y aguas que te regalan en el trayecto y un presente que te dan al final del viaje, en mi caso, un encendedor para la cocina. El vehículo de combustión interna en que me muevo hace paradas en Donosti (o San Sebastián), Bilbao, Santander y por último Oviedo, también llamado Uviéu, en bable, que es el castellano “mal hablado” que se habla aquí (cualquier duda, referirse a la página de la Academia de la Llingua Asturiana). Cuando el autobús entró a la terminal de Oviedo vi a Iván. Es decir, lo vi sin estar del todo seguro que era él pero, por otra parte, ¿quién más va a estar parado en la estación de autobuses de Oviedo a la hora exacta en que yo llego, con una camiseta verde casi fluorescente? Es Iván, no puede ser otro. Está un poco más grande que en mis recuerdos, pero tiene que ser él...

Yo recuerdo dos Cubas: la de los años ochenta (la anterior a la crisis —a la última gran crisis, quiero decir) y la posterior, la de la total decadencia. Iván y yo fuimos amigos en la primera Cuba; en la segunda apenas nos encontramos a veces en la calle. No es que dejáramos de ser amigos, simplemente emprendimos distintos caminos y a veces, como por casualidad, nuestros caminos se cruzaban y volvíamos a ser los mismos de antes —por unos instantes. Ahora ocurre algo similar pues nos abrazamos como los hermanos de siempre y nos miramos de arriba a abajo estudiando las huellas del tiempo y la intemperie, por decirlo de alguna manera. A pesar de los años nos reconocemos plenamente. Lo acompaña su esposa, una española dulce y guapa del tipo traga-años (imagino que a los cincuenta seguirá pareciendo de treintipico). La noche será larga, lo presiento en nuestros abrazos y en nuestras miradas, ansiosas por descubrir todo lo que nos ha ocurrido en este tiempo sin vernos, sin tener noticias el uno del otro. Comenzamos con unas inofensivas cervezas que pronto se multiplicaron sin que pudiéramos detenerlas ni contarlas. Hablamos de todo un poco, claro está, preguntando de pronto por Fulano o por Zutana y rememorando mil y una travesuras (y hasta fotos con antiguas novias salieron a relucir). Cenamos unos deliciosos escalopes al cabrales cortesía de Ángeles (la dulce y guapa española), bañados con un tinto de Rioja más que decente, y apenas terminamos apareció de la nada una botella de un licor riquísimo de algún fruto del bosque que ahora no recuerdo ni quiero recordar. En todo caso se trata de esas bebidas que sólo debes tomar una copa, pero como entre el deber y el querer estábamos Iván y yo pues nos la tomamos entera: como adolescentes. Y como adolescentes nos pusimos, parloteando de todo, risueños a morir, turnándonos para vomitar... Como adolescentes, les digo.
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Acabo de leer American Psycho de Bret Easton Ellis. La novela (escrita a modo de diario) fue vapuleada “enormemente” por los sectores feministas de los Estados Unidos —las brujas cazando brujas, digamos— logrando darle más publicidad aún. El tono ácido, desencantado y fastidioso acaba por seducir al lector paciente, guiándolo por un extraño viaje no excento de mareos y metafóricas náuseas, y al mismo tiempo bastante cercano a la excelencia literaria. Trata de Patrick Bateman, un yuppie de Nueva York obsesionado con su estilo de vida, en el que todo tiene que ser de diseño o no ser. Escrita en primera persona, la novela avanza a trompicones entre páginas y páginas de descripciones de todos los productos de limpieza facial que el joven ejecutivo utiliza en las mañanas, además de los trucos que pone en práctica para “no envejecer”. Así va haciendo el inventario de toda la ropa que utiliza: “Hoy llevo un traje de franela a rayas de dos botones y sin cruzar, una camisa de algodón a rayas multicolores y un pañuelo de bolsillo de seda, todo de Patrick Aubert; una corbata de seda con lunares de Bill Blass y gafas graduadas con montura de Lafont Paris...” y, claro, describe también la vestimenta de todos y cada uno de los personajes con los que se encuentra (incluyendo, si puede, precio y lugar de compra). Así con todas las cosas (cartera, llavero, pañuelo, equipos de sonido y video, accesorios diversos, en fin, todo). La cosificación absoluta a que conduce este apabullante catálogo de marcas chic es imprescindible para adentrarse en el mundo obsesivo y retorcido de Patrick Bateman; sin estos excesos no es posible comprender, al menos literariamente, aquellos otros excesos que comienzan a asomar la cabeza: “Cerca ya de la tintorería china (a la que ha llevado a lavar su ropa manchada de sangre —así, sin que se nos aclare aún por qué está manchada de sangre) paso rápidamente junto a un mendigo que llora. Un viejo, de cuarenta o cincuenta años, gordo y grisáceo. Y justo cuando estoy abriendo la puerta, me fijo que, además de eso, también está ciego y le piso el pie, que de hecho es un muñón, haciendo que se le caiga el vaso de plástico de la mano y que las monedas se desparramen por la acera. ¿Lo hice a propósito? ¿Qué crees tú? ¿O fue algo accidental?”...
La obsesión por el cuerpo —pasa horas y horas en el gimnasio (va al Xclusive, claro, y paga cinco mil dólares anuales por el derecho a la exclusividad)—, por la juventud, por el orden, la limpieza y tantas otras cosas, son una constante en todos los personajes de la trama. Bateman es un imbécil, queda claro a las pocas páginas, pero no es más imbécil que el resto de sus amigos o conocidos. No se trata de un individuo aislado sino de un grupo social, de un colectivo, de una tribu entera aquejada de imbecilidad moral (su aislamiento radica en su extremismo, claro, pero éste es solo resultado de una serie de valores que todos sus amigos asumen a su vez como propios: el desprecio total a los palurdos, la misoginia, el autoendiosamiento —“soy imprescindible, la sociedad me necesita”). Todo aquí se juzga a partir del precio (“déme el champán más caro que tenga”, exige uno de los personajes al mesero); la apariencia manda y todo, absolutamente todo tiene un precio, una etiqueta, un código de barras... hasta la amistad y el amor: es, simplemente, la clase social o la generación cultural, en la que se ve a plenitud aquello que Marx denunció como el más grande exceso de la sociedad capitalista: la cosificación de la vida, de la gente, de las relaciones humanas...

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Iván y yo compartimos la resaca como buenos hermanos. Salimos a caminar por la parte vieja de Oviedo, haciendo escala en distintos cafetines y en una librería de ocasión en la que me hago de Stevenson, Montaigne, Bioy Casares, Bufalino, Petronio, Erasmo y algunas cositas más que ahora no recuerdo; entre ellas American Psycho. Para la cena vamos a la cercana ciudad de Gijón (Xixón, en bable). Tan sólo llegar el ambiente de la ciudad comenzó a seducirme. Como ocurre en tales casos resulta difícil precisar qué es exactamente lo que me gusta de Gijón: se impone un viaje de día para profundizar en la cuestión. Por lo pronto cenamos en un pequeño restaurante cubano que afortunadamente escapa a lo que podríamos definir como Síndrome de franquicia, enfermedad que parece aquejar a numerosos bares y restaurantes, decorados y ambientados de muy similar manera. Cada vez que voy a un restaurante cubano tengo que soltar el mismo chistecito al leer la carta: ¡¿Cómo, no tienen potaje de chícharos?!... No todos lo entienden.
Después de tragarnos una buena ración de trópico (y acompañarla con vino tinto, cosa que me resultó una novedad tratándose de comida cubana) fuimos a pasear por la avenida costera. Inevitable recordar el malecón habanero, viendo esa larguísima cadena de edificios que crece al filo mismo del mar, por decirlo así. Regresamos a la casa y dormí, ronqué y sudé durante diez horas seguidas, por lo menos. Iván no estaba menos descacharrado que yo pero a la mañana siguiente partimos temprano, después de fumarme un preparadito de hachís (con la venia de Iván aunque sin su compañía —por cierto, cortesía de un camarada español que sabe bien cómo apoyar a un colega en desgracia) como inicio de un viaje que sonaba poderoso: Vamos a Villaviciosa, anunció Iván con garbo. Villaviciosa, repetí tontamente: Eso suena muy bien. Excuso al lector de imaginar la cantidad de aberraciones que mi cerebro construyó durante los veinte o treinta minutos de trayecto, en torno al mítico nombre de Villaviciosa. ¿Cuántas bacanales de todo con todo no habré yo imaginado en esa media hora de camino? ¿Cuántas orgías, cuánto vicio, cuánta sana degradación habrá allá?, me preguntaba extasiado y anhelante, casi como el marqués de Sade... Y nada, llegamos a Villaviciosa, un pueblito soleado y sonriente, de lo más simpático que uno se pueda imaginar, protegido por una muralla de edificios nuevos y montañas viejas. Una parvada de turistas se nos ha adelantado y estacionar el coche nos cuesta un par de vueltas, hasta desembocar en un enorme estacionamiento frente a unos edificios en construcción. La sensación general que me ha dado esta parte del norte de España es de constante construcción. Por todos lados hay grúas cosechando edificios, colmenas que se reproducen en serie. Todo está creciendo y no siempre con belleza. Villaviciosa es bonita pero al poco de caminar da la sensación de que el pueblo es víctima de una invasión de edificios foráneos...
Nos metemos en un café bastante agradable (mucha madera, muchos letreros por todos lados, residuos de una cultura visual anterior a la cultura pop pero con el mismo sentido comercial: anuncios de los años veinte, marcas, logotipos, en fin, cosas para entretener la vista). Desayuno un buen trozo de tortilla de patatas y un licuado de cebada y malta —es decir, una Guinness a presión. Después vamos a un pueblito costero llamado Lastres y caminamos un buen rato por su pequeño muelle, matamos un par de horas sentados en una terraza frente al mar, bebiendo cerveza y hablando de nuestra vida juntos, de nuestras respectivas vidas posteriores. Un tema común a todo exilio es el de la integración a la sociedad que lo acoge (y nos asombramos, yo de su fuerte acento español y él de mi fuerte acento mexicano, símbolo de nuestra propia adaptación). Integrarse a una sociedad implica dejar atrás una serie de normas de convivencia aprehendidas en el lugar de origen, y adoptar unas nuevas. En otras palabras, cambiar todo un código de conducta social, o casi todo. Me sorprendo con las cosas que a Iván le sorprendieron durante su proceso de adaptación: Mira, me dice, si llegas nuevo a un trabajo y no sabes hacer algo lo normal es que alguien te enseñe, lo normal es que tus compañeros te ayuden, ¿no? Pues bien, aquí no; no sólo no te enseñan, sino que si pueden enseñarte mal, mejor. Aquí lo que manda es la envidia, dice sin pizca de envidia en la voz. En Oviedo todo el mundo se fija en la ropa, hay muchachos con trescientos o cuatrocientos euros de ropa encima y en la bolsa no tienen ni media peseta. La gente se fija en esas cosas y empieza envidiártelas: tu casa, tu carro, tu ropa, la relación con tu pareja, todo está sujeto al escrutinio de la envidia. Una vez le comenté a un compañero de trabajo, al terminar la jornada, que estaba cansado. Pues bien, el tipo fue y se lo contó al jefe; el jefe me llamó y me preguntó: ¿así que cansado? Cansado, claro, si alguien, después de ocho horas de trabajo no se siente cansado es que no trabajó mucho, ¿no cree usted? En resumen, tuve que volteársela; a eso hay que llegar aquí, me cuenta con un poco de desprecio o hartazgo en la voz; y no es para menos, porque nosotros fuimos educados en torno a la idea de la solidaridad, de la ayuda mutua, del apoyo al prójimo, y aún cuando todo eso poco a poco se fue a la mierda en nuestra Cuba, el choque debió ser brutal... Pasado el mal trago, mi amigo se ve feliz y eso me alegra.
Comemos como depredadores: croquetas rellenas con jamón serrano, chorizos a la sidra, calamares fritos empanizados, bonito en rollo (y no recuerdo qué más porque todo en estos días es comer y comer), así como medio litro de vino rosado. En la noche, ya con Ángeles (y en Oviedo), vamos a cenar a otro lugar, opípara y carnívoramente, todo bañado en tinto...
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“—¿Entonces a qué te dedicas? —pregunta ella.
—Normalmente me dedico a asesinar y ejecutar gente. Depende. —Me encojo de hombros.
—¿Y te gusta eso? —pregunta, imperturbable.”
Cada cierto tiempo Patrick Bateman le cuenta a algún personaje algo acerca de su otro yo pero nadie le hace caso. Para algunos se trata de un bromista, otros ni siquiera lo escuchan, concentrados como están en su propio monólogo. Mientras en la vida mundana se le considera símbolo de elegancia y buen gusto, ejemplo de joven triunfador y exitoso, que ha ganado todo y se merece aún más, en el fondo de su cerebro él se sabe un ser bizarro que ni siquiera se molesta en buscar excusas para justificar su gusto por la tortura, la violación, el asesinato, el canibalismo y demás pasatiempos. El carácter obsesivo de Bateman es igualitario, así en la ropa como en el crimen: “Evelyn y yo somos, con mucho, los que mejor vestidos vamos. Yo llevo un abrigo de lana virgen, una chaqueta de lana con pantalones de franela, una camisa de algodón, un jersey de cachemira de cuello en pico y una corbata de seda, todo de Armani. Evelyn lleva una blusa de algodón de Dolce & Gabbana, zapatos de ante de Yves Saint Laurent, una falda de cuero estarcida de Adrienne Landau, con un cinturón de ante de Jill Stuart, medias de Calvin Klein, unos pendientes de cristal veneciano de Frances Patiky Stein, y sujeta en la mano una rosa que he comprado en una tienda coreana antes de que me recogiera la limusina. Carruthers lleva una chaqueta sport de lana virgen, un jersey de cachemira/vicuña, pantalones de montar de sarga, una camisa de algodón y una corbata de seda, todo de Hermès. Courtney lleva un top con cuatro pliegues de organdí y seda y una falda larga de terciopelo con dobladillo de raso y unos pendientes de esmalte de José y María Barrera, guantes de Portolano y zapatos de Gucci. Paul y Ashley van, me parece, demasiado puestos, y ella lleva gafas de sol aunque los cristales de la limusina son oscuros y ya casi es de noche...” Este es el lenguaje general de la novela. Poco a poco los acordes disonantes de la historia comienzan a hacerse más presentes, pero sin alterar la aridez ni la planicie del tono: “En el cuarto de baño saco el hacha que tengo escondida en la ducha, cojo dos Valiums de cinco miligramos y me los trago con un vaso lleno de Plax y luego voy al perchero de la entrada, donde me pongo un impermeable barato que compré en Brooks Brothers el miércoles y me dirijo hacia Owen [...] Me desplazo lentamente alrededor de la silla hasta que me pongo delante de él, entrando directamente en su campo de visión [...] El hacha lo alcanza en plena cara y su ancha hoja le raja de un modo sesgado la boca, haciéndole callar. Los ojos de Paul me miran, me vuelve a mirar y de repente trata de agarrar el mango con las manos, pero la sorpresa del hachazo lo ha dejado sin fuerza. Al principio no sale sangre, ni se oye nada. La sangre empieza a salirle poco a poco por ambos lados de la boca poco después del primer hachazo, pero cuando retiro el hacha —casi arrastrando a Owen fuera de la silla al tirarle de la cabeza— y vuelvo a golpearlo en la cara, partiéndola en dos, sus brazos tratan de agarrarse al vacío y la sangre brota en dos géiseres parduscos, manchándome el impermeable...”
La misma frialdad con la que describe el mundo-cosa, la utiliza para describir la violencia-cosa que utiliza contra la persona-cosa. Si ya ha pagado cien dólares para pasar una noche con una puta, considera que la puta es suya y que el costo del alquiler incluye el derecho a mutilarla. Aunque le escandalizaría romper unos lentes Ray-Ban de doscientos dólares, no tiene empacho en guardar las vaginas de algunas de sus víctimas en el casillero del gimnasio. Aunque le horroriza la perspectiva de ir mal peinado o (peor aún) mal vestido, no tiene problema alguno para salir de cacería con una 357 y un cuchillo de carnicero (todo bien guardado en su attaché Armani de cuatrocientos dólares) y destripar un lindo perrito (y el perrito, corriendo en círculos en torno a sus intestinos y lamiéndolos y chillando sin entender nada) ante la atónita mirada del dueño, quien tampoco puede hacer ni decir mucho pues pronto se lo cepilla también, de un tajo en la yugular, si mal no recuerdo. Patrick Bateman es incapaz de alterar su compleja y activa vida social ni siquiera tras la mutilación de su novia: “Su cabeza está en la mesa de la cocina y su cara llena de sangre, y a pesar de que le he sacado los ojos y le he colocado unas gafas de sol de Alain Mickli para taparle las órbitas, parece como si hiciera un gesto de desaprobación. Me canso de mirar y, aunque la noche pasada no he dormido nada y estoy completamente agotado, tengo una cita para almorzar en Odeon con Jim Davies y Alana Burton a la una. Es muy importante para mí y dudo entre cancelarla o no”...
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El conejo está delicioso, como todo lo que he comido en estos días asturianos. Comemos en un pequeño pueblo en la montaña, cerca de Oviedo. Otra vez devoramos como regimiento hambriento a sabiendas de que es nuestra última comida juntos —por esta vez. Así como antes recorríamos La Habana de arriba a abajo y de lado a lado, ahora hemos trotado por varios pueblitos, restaurantes y cafés de esta parte de Asturias. Las condiciones han cambiado pero nuestros hábitos siguen siendo los mismos; al menos cuando estamos juntos. Lo que cuando chicos llamábamos, no sin ironía, nuestra “tendencia a filosofar”, aquí ha cobrado nuevos bríos exacerbada por la inevitable experiencia adquirida a lo largo de los años y por los años de ausencia entre nosotros...
El otro día aterrizamos en una pizzería en Gijón como homenaje a nuestros años mozos. De chicos éramos adictos a la pizza; es más, conocíamos todas las pizzerías más o menos cercanas a casa y éramos habituales de varias de ellas. Sentados en la pizzería en Gijón, frente al mar, con una explanada de por medio, no podemos evitar pensar, casi al unísono, en nuestra querida Piragua, aquella maravillosa y sencilla pizzería frente al Malecón, cerca de la Sección de Intereses de los Estados Unidos, que tantas pizzas nos vio deglutir. La Piragua era un casco alargado (con la forma, claro, de la antigua embarcación caribe del mismo nombre) en la que una barra te recibía y servía de sostén a la sempiterna cola de humanos. Sólo servían pizzas pequeñas, unipersonales, y refresco o malta si había. Una vez que te entregaban tu ración (normalmente comprábamos dos pizzas por cabeza, pero cuando teníamos dinero pedíamos tres o cuatro —estábamos en plena adolescencia) te ibas a una de esas mesas con sombrilla de lámina en la que comías de pie y créanme, para nosotros aquello era algo cercano a lo sublime, frente al mar, con el ruido del oleaje y el queso derretido en la boca... Ahí podría estar La Piragua, dice Iván señalando con la vista la explanada frente al mar. Eso mismo estaba pensando, le respondo. ¿Todavía existirá?, pregunta con la vista fija en la nada. No lo sé, le respondo, pensando que en verdad no lo sé: Simplemente, no tengo recuerdos de su ausencia. Y otra vez —por enésima vez— nos preguntamos cómo es que todo se ha ido, progresivamente, al mismísimo carajo... Y entonces comprendo por qué me seduce Gijón: así podría ser La Habana en tiempos mejores.
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American Psycho es de una violencia explosiva, pero esto también indica que las explosiones de violencia ocurren de vez en cuando, acelerándose hacia el final del libro. Sin embargo, lo más violento de la novela no es esa violencia explícita, sino aquella otra que subyace a ésta, la violencia que está dentro del personaje y que aparece en sus soliloquios, en sus divagares y manías. A ratos no queda claro si todo lo narrado realmente ocurre o si interviene también la imaginación de este sicópata obsesivo, compulsivo y tremendamente nihilista (como él mismo afirma, ni siquiera necesita trabajar, pues su familia es innumerablemente rica; trabaja por nada, para nada, sólo para hacer vida social). Sin embargo, lejos de ser —como aseguraron algunas ruidosas feministas— un “manual para mutilar mujeres”, y lejos también de ser, como insistieron los políticamente correctos que en su momento (año 91) boicotearon la novela (sin leerla, se sobrentiende), una apología del crimen, es, por el contrario, un furioso alegato contra esa violencia que se esconde tras las buenas maneras y se ampara tras la impunidad de la opulencia: es una metáfora, acaso demasiado burda, demasiado brutal, del salvajismo capitalista, del éxito que expía cualquier culpa, de la superficialidad de los juicios (y de lo superfluos que son los valores humanos en el mundo que la novela describe)... Eso, si se quiere llegar a una conclusión ideológica. Pero American Psycho es simplemente la versión “gore” de aquella película que Oliver Stone titulara cándidamente Wall Street; y funde el mito del yuppie exitoso con otro de los grandes mitos americanos: el del asesino serial. La novela es, efectivamente, un cruce extraño entre Wall Street y la genial cinta de John McNaughton Henry: retrato de un asesino en serie (1990), película que se hermana con la novela por el tono frío, casi médico con que se narran los acontecimientos, y por la naturalidad con que los protagonistas aceptan su condición de asesinos —cómo olvidar aquella escena insuperable en la que Henry (Michael Rooker) le dice a su amigo y discípulo: Lo más importante es no tener método, los policías se fijan mucho en eso. Un día matas con pistola, al siguiente con cuchillo, después ahorcas, otro día a martillazos, luego con un hacha, y así sucesivamente. Si no tienes un método fijo jamás podrán atraparte—. De cualquier forma American Psycho es una buena novela (difícil, dura, a ratos aburrida, sí, pero muy bien lograda); es decir, el autor sabe meterte en un mundo que no es el tuyo, sabe conducirte en este viaje a través del infierno de Manhattan en compañía de un demonio vestido de Armani... (eso, claro, si uno se deja llevar).

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Vuelvo a dormir mal porque he comido demasiado bien. He devorado cadáver y subproducto de res, de bovino, de porcino, de caprino, de pescado y de marisco en estos días como no lo había hecho en los últimos meses. He bebido hasta la saciedad, he hablado por los codos y he escuchado mucho a mi viejo amigo hablar. Inevitablemente llega la hora de despedirnos, pero la certeza de haber recuperado a un camarada de travesuras (y de haber conocido a su flamante esposa) me hace feliz, y así, con la sonrisa cruzada en la cara me despido de ellos, subo al autobús, y hago otra vez el mismo recorrido en sentido inverso. Poco a poco la calidez y el relajo hispano van quedando atrás y la delicada rigidez francesa comienza a aflorar, haciendo guiños aquí y allá hasta que en el tren el espeso silencio sólo es roto por unos niños que juegan entre los asientos: un silencio tremendo en verdad (de hecho, por primera vez en mi vida adulta, pensé que era un alivio que hubiera niños haciendo ruido).

Diez horas más tarde estoy por fin en casa; como imaginé, el reencuentro fue glorioso... (y Esther Vila aseguraría que soy ya un varón domado —cuando lo cierto es que lo he sido siempre).

martes, junio 28, 2005

09. Madonna ideología

Recuerdo la primera fiesta a la que asistí en La Habana. Yo acababa de llegar a Cuba proveniente del inmenso Distrito Federal, allá en México. Acababa también de iniciar mis estudios secundarios en la escuela Carlojotafínlai, en el Vedado, y todo me parecía nuevo y maravilloso. Me sentía un poco Colón en esa fermosa tierra que se abría seductora ante mí, al tiempo que me sabía el hijo pródigo que por fin vuelve a casa... En esas condiciones, decía, fui invitado a una fiesta.
Yo soy como los perros, los sonidos muy agudos hacen que se me ericen los pelos y supongo que eso condiciona mi gusto musical. La salsa —o casino, como entonces se llamaba en Cuba (“salsa” era un nombre contrarrevolucionario, gestado allá en NiuYol)— siempre me pareció excesivamente alta, demasiado bullanguera para mi gusto por las sonoridades graves. Mi genética ineptitud dancística también cuenta, pues una música cuya existencia está condicionada al baile (no puedes pensar, leer, conversar o simplemente oír mientras suena la salsa) me resulta en exceso inútil —sí, ya sé, el inútil soy yo, pero es más cómodo culpar a la música...
El caso es que estaba en esa fiesta, mirando con suma atención las contorsiones de las otrora sobrias compañeritas de escuela (allá en el aula, con su saya amarilla, blusa pulcra y pañoleta roja me parecían el epítome del bien portarse, y aquí, en el calor nocturno invocaban algo desconocido y anhelado), y yo, con infantil cuadratura mexicana pensaba: Dios mío pero esto es el infierno; y gozoso y dantesco como siempre he sido pugnaba por adentrarme en ese averno dulce, misterioso e insinuante... Poco después, alguien pidió que cambiaran la música y para sorpresa mía todas esas comprometidas pioneritas seremoscomoelché comenzaron a brincar y a corear aquello de I'm a material girl...

Sí, Madonna es Madonna, incluso allá en el “comunismo”.

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Claro que la contradicción no es síntoma de cubanía, sino de humanidad. En tanto humanos (individuos sociales) somos ya contradictorios: animales que reprimimos nuestra animalidad —y nos ofendemos si nos gritan mamífero—; egoístas solidarios, salvajes comunales; cavernícolas con municipio, patria y partido... Somos unos verdaderos voyeurs (rascabuchadores, se dice en Cuba), siempre mirando al prójimo para poder ser nosotros. Antes, lo recuerdo bien, todo era ideología; hoy está de moda ignorarlas y denigrarlas. Yo soy un extremista, por eso intento mantenerme en equilibrio zen o cero —me parece que “eso” es más radical que ser un simple radical—; y tan ridículo me parece vivir la vida como si fuera una idea, como hueca me parece una vida despojada de toda idealidad.

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Pero a mí lo que me gustaba entonces era el rock (hablando de contradicciones), y no cualquier rock sino el pesado —el muy pesado, de hecho. Sin embargo el rock se consideraba una música contrarrevolucionaria, por más que los grupos que me gustaban escribieran letras sobre la inequidad e injusticia del sistema capitalista —textos ingenuos, sin duda alguna, pero revelaban una inconformidad individual ante lo social que no existía en las músicas capitalistas avaladas por los censores socialistas. Así, no había ningún problema con Pimpinela o con los ultrapatéticos españolitos de Formula V, o con José José o con Los Bukis, pero escuchar a The Clash, por ejemplo, era muy mal visto. En ese mismo sentido, en las fiestas no se podía poner música de la cubanísima Celia Cruz (traidora de traidoras) pero a nadie le importaba que escucháramos a la chica material y nos impregnáramos de su filosofía.

Tenía por entonces un amigo que por sí mismo merece un tomo entero en la enciclopedia de cubanos ilustres y desconocidos. A los trece años ya se había chutado una buena tercera parte (por lo menos) del pensamiento clásico occidental —digamos, entre Platón y Shakespeare—, y comenzaba por aquellos años a escribir sus primeros sofismas. Era un buen misógino, un excelente misántropo pero sobre todo, un tipo tímido y torpe a carta cabal —me refiero, claro, para las superficialidades sociales. En definitiva, era un autosuficiente (y en la Cuba de entonces ese era el peor insulto que se podía lanzar a alguien). Fue él quien desde sus trece (años sí, pero también trece a secas) me preguntó aquella noche: ¿no te parece una hermosa contradicción? Yo, con mi simplonería habitual, reviré: pero, ¿por qué cantan eso? No te preocupes, respondió él, aquí nadie habla inglés; simple y llanamente, no saben qué están cantando...

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Ayer recibí un email de una argentina que asegura ser comunista y me escribe para hacerme saber que no merezco mi apellido pues “el Che murió peleando junto a Fidel”. No pude (no quise) reprimirme y le respondí que era una estúpida ignorante porque el Che no murió luchando junto a Fidel, y la prueba de ello es que éste último está bien vivo y es bien absoluto, mientras el otro está absolutamente muerto. Si en Cuba escuché a un montón de cubanos asegurar que todo lo que “viene” del capitalismo es una maravilla, fuera de la isla me he topado con demasiados idiotas de signo opuesto y que sin saber de qué coño hablan, aseguran que todo en Cuba es fantástico. Como dije antes, soy radical y por eso mismo las posturas radicales (las apariencias de radicalismo) simple y llanamente me provocan bostezos. La tipa cierra su email recitando aquello de "Hasta la victoria siempre" y no puedo evitar pensar que el mundo está lleno de pendejos que creen que por repetir unas cuantas consignas guevaristas son como mi comandante Guevara. La argentina asegura que le doy asco porque ella sí es comunista y no tolera críticas a Fidel Castro, paladín (piensa ella) del comunismo... Yo, por mi parte, no la soporto como no soporto a los fidelistas que viven lejos de Fidel: me parecen todos cobardes. Si Cuba y Fidel le parecen lo más grandioso que se vaya a vivir a Cuba (yo viví en la Isla diez años y lo hice por voluntad propia, nadie me obligó a ello —y a eso, en Cuba, se le llama ser comemierda). Si de verdad adora el “comunismo” (es decir, si de verdad cree que el sistema cubano lo es) pues que vaya a comer de la libreta y a vivir sin internet, así al menos no podrá escribir cartitas bobas dándose golpecitos en el pecho. Pero como de verdad creo en la libertad de expresión, me limito a ejercerla (a decirle estúpida e ignorante) y en verdad no le deseo los males antes descritos (vivir en Cuba, y todo eso), porque estoy seguro que esa “comunista” no aguanta ni doce meses viviendo en el “comunismo”.

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Todo esto me lleva a preguntarme, ¿qué es el comunismo? Yo, a pesar de todo, soy un idealista, por eso llamo comunismo a una serie de ideas de libertad e igualdad. Como soy idealista llamo idiotas a quienes creen que el comunismo es una realidad práctica que se ejerce en países como Cuba y que, en mi opinión, no son ni comunistas ni van a llegar a serlo por esa vía. Claro que existen dictaduras erigidas en nombre de tales ideales pero yo estoy seguro que no puede haber una plena libertad social si no hay antes verdaderos principios de libertad individual. Por supuesto, esto no indica que donde hay mucha libertad individual hay comunismo, de ninguna manera, tan sólo quiero indicar que lo primero es condición ineludible para que exista lo segundo (o qué, ¿les parece demasiado obvio?).

Pero así como hay personas capaces de defender la idea por encima de la realidad real, hay seres que creen que la realidad se forja por sí sola, sin el concurso de las ideas que los hombres tenemos de ella. Tal es el caso de los “pragmáticos” que piensan que el pragmatismo no es una idea; pero de ello escribiré otro día. Hoy me he quedado sin ideas y sin palabras: sólo pienso en esa estúpida argentina que cree que el apellido tiene que ver con el mérito (o con las ideas) y no con la biología y el registro civil. Por último, ni todo en Cuba es una maravilla, ni todo es una mierda —y lo mismo es válido para cualquier otro sitio. Pero en verdad pienso que esto último es un comentario gratuito: ustedes no son como esa imbécil y yo no tengo porqué aclarar las cosas de este modo. En resumen, estoy encabronado.

Mañana será otro día...