03. El consumismo, el ridículo y la calma
La calle parece un río de cadáveres andantes, muertos vivientes y sonrientes que transitan con sabatina displicencia por Sainte Catherine. La calle está cerrada a la circulación vehicular, así que las almas despojadas de religión se entregan con gozo y sabiduría al nobilísimo deporte del shopping. Se siente en el aire la buena vibra del consumismo, y me impregno de ella inhalando con fuerza. De los cientos y cientos de negocios que cubren estas cuadras, no pocos están dedicados a las mercancías culturales —libros, discos, películas—; otros, a la comida en todas sus variantes y el resto a la ropa y los accesorios. (Sí, lo sé, tanto la gastronomía como la moda son cuestiones culturales también, así como el mercado mismo y la burocracia en sí; entonces, todo es cultura. Bueno...)
Las diferentes tribus urbanas se cruzan en esta calle peatonal que aparece como zona franca. Cada quien viste a su antojo aunque se nota una clara tendencia a las combinaciones imposibles. Sobre todo las chicas mezclan impunemente todos los colores a la vez, y para lograr tal proeza deben utilizar prendas absolutamente innecesarias (una combinación típica: pantalón azul oscuro con los bajos arremangados dejando ver unas lindas medias rosas sobre botas cafés; encima, una minifalda amarilla y más arriba, una camiseta roja, una chaquetita cián, los tirantes del sostén verdes y, para rematar, un lindo abrigo bermellón hasta los tobillos. Todo esto sin contar los accesorios...
En general me siento muy cómodo con el desparpajo que tienen aquí para el vestir, pero si he de ser sincero, en el fondo nada parece casual. Es decir, hasta el más desaliñado parece haber elegido cuidadosamente las prendas para generar tal “desaliño”. Sí hay caos aquí pero está tan ordenado, preparado, estudiado que parece más una alegoría o una fábula que verdadero caos. Para quienes estamos acostumbrados a lidiar con el perpetuo desmadre, con el desorden cotidiano, esto parece una expresión light de la ciudad —una ciudad de feria, con freaks de carpa y carritos chocones que nunca chocan... (Vamos, la vida en el pequeño pueblo en el que vivo allá en México es de lo más tranquila y amable, pero me parece de todas formas un tanto azarosa... Aquí el azar parece haberse ido de vacaciones —quizás a México, huyendo, precisamente, de tanto pinche orden).
Me detengo frente a los periódicos. El río de gente intenta arrastrarme en su vertiginoso fluir pero me agarro con fuerza a un ejemplar de Libération y lo compro —y de paso me hago con un ejemplar de El Mundo, de España, con un periódico de Bordeaux cuyo nombre no puedo recordar, con el último número de la revista Sciences Humaines —un especial dedicado a Foucault, Derrida y Deleuze, tres de los indeseables que más disfruto, a pesar de que su tremenda obsesión por la palabra los llevó a inventar terminajos imposibles—. También compro un semanario llamado Politis, y de paso me hago con ejemplares de Le Libertaire, Le Monde Libertaire (de la Federación Anarquista), L'Egalité (creo que estos son leninistas), Rouge (que es de los troskos de la Liga Comunista Revolucionaria Cuarta Internacional), Courant Alternatif (de la Organización Comunista Revolucionaria), CQFD (parece el más interesante; su subtítulo reza: “Lo que hay que decir, destruir, descubrir”) y Alternative Libertaire (en la plana legal dice que sus oficinas están cerca del metro Stalingrado, en París; no sé qué signifique eso)... En fin, puro consumismo revolucionario.
Bien, así que llego a la caja con mi bulto de basura anarquista y cuando la mademoiselle pasa mis panfletos, uno a uno por el lector de código de barras (porque eso sí, muy anarquistas pero todos con su código de barras, nomás faltaba...) comienzo a sudar y a mirar a todos lados. La señorita sonríe y yo empiezo a alucinar que la información de lo que compro va a parar a una súpercomputadora lejana, a una base de datos que ningún hacker puede penetrar, y pienso que de pronto la calle se va a llenar de patrullas policiales o militares... No pasa nada; la chica de la caja dice que vuelva pronto (claro, acabo de gastar 30€ en papel impreso) y me desea un buen día. Pero esto aún no ha terminado; la tipa, no contenta con considerarme un consumista cualquiera, mete todas las publicaciones en una bolsa promocional ¡de la revista Marie Claire! y me la entrega muy contenta y sonriente (no tienen una puta idea de lo ridículo que me sentí con mi bolsita Marie Claire repleta de bazofia ácrata... Por fortuna, nadie me vio).
Todo esto me lleva a pensar en la conciencia del ridículo, ésa que me impide bailar (a menos que esté ya medio pedo) porque sé que las delicadas convulsiones de mi cuerpo en ningún planeta de esta galaxia podrían considerarse baile (y claro que para paliar tan grave deficiencia, la bestia erudita afirma que “en realidad, el baile es tan sólo el ritual de apareamiento del animal humano”, y que puestos a elegir, prefiere otro tipo de ritual de apareamiento... o cualquier tontería semejante). Es esa misma conciencia del ridículo la que me hace sonrojar —así sea metafóricamente— cuando agarro mi bolsita azul celeste con burbujitas blancas y esa cursi tipografía redondita y “sofisticada” que deletrea mary claire (así, en bold y bajas), y que ya puesto muy fino, en realidad combina bien con mi pantalón azul oscuro y mi camisa beige... Pero, en la vida real, si yo veo a un oso de un metro noventa y ochentitantos kilos de peso, con cara de terrorista musulmán y una bolsita de Mary Claire en la mano izquierda (todo en cámara lenta), por dios santo que me tiro pecho tierra ahí mismo: ese güey trae una bomba, más claro ni el agua...
Pero no, nadie gritó, nadie salió corriendo ni hubo aspaviento alguno; y si nada de eso pasó es porque la conciencia del ridículo es tan individual como individual es la valoración de lo que consideramos ridículo. A nadie en esta avenida de gente le importa un carajo cómo estoy vestido; es más, nadie me ve.
Y por enésima vez en el día, sonrío plenamente...
Las diferentes tribus urbanas se cruzan en esta calle peatonal que aparece como zona franca. Cada quien viste a su antojo aunque se nota una clara tendencia a las combinaciones imposibles. Sobre todo las chicas mezclan impunemente todos los colores a la vez, y para lograr tal proeza deben utilizar prendas absolutamente innecesarias (una combinación típica: pantalón azul oscuro con los bajos arremangados dejando ver unas lindas medias rosas sobre botas cafés; encima, una minifalda amarilla y más arriba, una camiseta roja, una chaquetita cián, los tirantes del sostén verdes y, para rematar, un lindo abrigo bermellón hasta los tobillos. Todo esto sin contar los accesorios...
En general me siento muy cómodo con el desparpajo que tienen aquí para el vestir, pero si he de ser sincero, en el fondo nada parece casual. Es decir, hasta el más desaliñado parece haber elegido cuidadosamente las prendas para generar tal “desaliño”. Sí hay caos aquí pero está tan ordenado, preparado, estudiado que parece más una alegoría o una fábula que verdadero caos. Para quienes estamos acostumbrados a lidiar con el perpetuo desmadre, con el desorden cotidiano, esto parece una expresión light de la ciudad —una ciudad de feria, con freaks de carpa y carritos chocones que nunca chocan... (Vamos, la vida en el pequeño pueblo en el que vivo allá en México es de lo más tranquila y amable, pero me parece de todas formas un tanto azarosa... Aquí el azar parece haberse ido de vacaciones —quizás a México, huyendo, precisamente, de tanto pinche orden).
Me detengo frente a los periódicos. El río de gente intenta arrastrarme en su vertiginoso fluir pero me agarro con fuerza a un ejemplar de Libération y lo compro —y de paso me hago con un ejemplar de El Mundo, de España, con un periódico de Bordeaux cuyo nombre no puedo recordar, con el último número de la revista Sciences Humaines —un especial dedicado a Foucault, Derrida y Deleuze, tres de los indeseables que más disfruto, a pesar de que su tremenda obsesión por la palabra los llevó a inventar terminajos imposibles—. También compro un semanario llamado Politis, y de paso me hago con ejemplares de Le Libertaire, Le Monde Libertaire (de la Federación Anarquista), L'Egalité (creo que estos son leninistas), Rouge (que es de los troskos de la Liga Comunista Revolucionaria Cuarta Internacional), Courant Alternatif (de la Organización Comunista Revolucionaria), CQFD (parece el más interesante; su subtítulo reza: “Lo que hay que decir, destruir, descubrir”) y Alternative Libertaire (en la plana legal dice que sus oficinas están cerca del metro Stalingrado, en París; no sé qué signifique eso)... En fin, puro consumismo revolucionario.
Bien, así que llego a la caja con mi bulto de basura anarquista y cuando la mademoiselle pasa mis panfletos, uno a uno por el lector de código de barras (porque eso sí, muy anarquistas pero todos con su código de barras, nomás faltaba...) comienzo a sudar y a mirar a todos lados. La señorita sonríe y yo empiezo a alucinar que la información de lo que compro va a parar a una súpercomputadora lejana, a una base de datos que ningún hacker puede penetrar, y pienso que de pronto la calle se va a llenar de patrullas policiales o militares... No pasa nada; la chica de la caja dice que vuelva pronto (claro, acabo de gastar 30€ en papel impreso) y me desea un buen día. Pero esto aún no ha terminado; la tipa, no contenta con considerarme un consumista cualquiera, mete todas las publicaciones en una bolsa promocional ¡de la revista Marie Claire! y me la entrega muy contenta y sonriente (no tienen una puta idea de lo ridículo que me sentí con mi bolsita Marie Claire repleta de bazofia ácrata... Por fortuna, nadie me vio).
Todo esto me lleva a pensar en la conciencia del ridículo, ésa que me impide bailar (a menos que esté ya medio pedo) porque sé que las delicadas convulsiones de mi cuerpo en ningún planeta de esta galaxia podrían considerarse baile (y claro que para paliar tan grave deficiencia, la bestia erudita afirma que “en realidad, el baile es tan sólo el ritual de apareamiento del animal humano”, y que puestos a elegir, prefiere otro tipo de ritual de apareamiento... o cualquier tontería semejante). Es esa misma conciencia del ridículo la que me hace sonrojar —así sea metafóricamente— cuando agarro mi bolsita azul celeste con burbujitas blancas y esa cursi tipografía redondita y “sofisticada” que deletrea mary claire (así, en bold y bajas), y que ya puesto muy fino, en realidad combina bien con mi pantalón azul oscuro y mi camisa beige... Pero, en la vida real, si yo veo a un oso de un metro noventa y ochentitantos kilos de peso, con cara de terrorista musulmán y una bolsita de Mary Claire en la mano izquierda (todo en cámara lenta), por dios santo que me tiro pecho tierra ahí mismo: ese güey trae una bomba, más claro ni el agua...
Pero no, nadie gritó, nadie salió corriendo ni hubo aspaviento alguno; y si nada de eso pasó es porque la conciencia del ridículo es tan individual como individual es la valoración de lo que consideramos ridículo. A nadie en esta avenida de gente le importa un carajo cómo estoy vestido; es más, nadie me ve.
Y por enésima vez en el día, sonrío plenamente...
*
David tiene veinte años; es alto, flaco, desgarbado y desempleado. Habla un español primario pero nos funcionó durante un rato. Cuando descubrió que en inglés básico podemos hablar se puso muy contento. Es tipo viraracho, parlanchín y lo que en México se diría buena onda. Me pregunta cómo me siento aquí (aquí es Lorient, un “pueblito” —es tan pequeño que me inclino más a llamarle “aldea”... Mi San Felipe del Agua, allá en Oaxaca, es toda una megalópolis al lado de esto— que pertenece al ayuntamiento de otro pueblito de nombre Sadirac. Este último se encuentra a 22 kilómetros al este de Burdeos). Bien... Eso le respondo: Bien, me siento muy bien aquí, es un sitio tremendamente agradable, me encanta el cielo y todo ese verde (más adelante me explayaré sobre el paisaje, apenas intuido aún, pero que en verdad me seduce), además, continúo, es muy tranquilo aquí... Sí, bueno, dice él, pero... ¿no te parece demasiado aburrido? Después de venir de allá, de México... ¿no te parece esto muy aburrido?, me pregunta él.
En ese mismo instante, durante una fracción de segundo, todas mis neuronas se alborotaron y rebotaron unas con otras como impulsadas por un electrochoque. ¿Por qué me va a parecer aburrido este pequeño y tranquilo mundo que apenas estoy descubriendo? Descubriendo para mí, se sobrentiende, pero descubriendo al fin y al cabo. Desde los colores del cielo hasta la forma de las casas, desde los viñedos que se suceden interminablemente hasta las señalizaciones de la carretera, los sabores, los olores, los sonidos y las imágenes... todo eso, en su conjunto, es un mundo nuevo para mí. Nada me resulta extraño, ni siquiera del todo ajeno (soy un humano igual que todos los que están aquí y vivo en un micromundo “paralelo” a este donde también hay carreteras con señalizaciones, olores y sabores particulares, donde el cielo tiene sus propios tonos —tampoco muy distintos a los de aquí—, en fin); no me es extraño ni ajeno pero aún así es distinto.
No me aburro porque adonde quiera que mire algo me resulta diferente; nuevo en el sentido más cotidiano del término. No, no me aburro en este pequeño y tranquilo pueblo porque la fiesta la traigo en el cerebro, con las neuronas rebotando de felicidad ante cada cosa que veo, cada sonido que percibo (cada vibración, la información olfativa y la gustativa); todo es motivo de fiesta en mi cabeza... Pero entiendo su aburrimiento, tengo que entenderlo porque si yo tuviera veinte años otra vez y hubiera gastado tres de ellos trabajando en un McDonalds y viviera en un pequeño y tranquilo pueblo en el que las “cosas” sólo pasan en el noticiero —y casi siempre en países exóticos y lejanos, como México—, también estaría hasta el culo de aburrimiento y frustración...
O ¿alguien lo duda?
2 Comments:
Eres muy bueno Canek. Sigue escribiendo así que nos alegras la vida, pues nos haces reírnos de esas cosas que a veces nos molestan y no sabemos bien que son.
Si que estamos atrapados por el consumismo, pero bueno, no hay remedio. Y si llegara el remedio, ya sería muy viejo y de nada me valdría. Así que a consumir. Lo que hay que tener claro es que si consumimos, debemos saber qué consumir.
Hola
Bueno tan solo hoy he sabido de tu existencia leyendo un artículo del País. Luego he copiado el nombre en el puntero de google que me ha llevado tu página del "Diario sin Motocicleta" he leído un par de cuentos y me ha parecido que por alguna razón me podía tomar el atrevimiento de escribirte.
Bueno que sea cubana nacida en Ginebra, que pasé unos años en Viet Nam que estudié en la escuela soviética de miramar, y que deje Cuba en el 93 de camino a Rusia que me bajé en Madrid en la ciudad donde viví 10 años para luego mudarme a Tel Aviv hace casi 4 años eso no es lo que tenemos en común.......... no no pero que seamos Ateos y nos guste el Rock ese es un buen ingrediente.
No se si te acuerdas en la casa de Nuevo Vedado donde vivía tu tío Ernesto, de niño joven, justo al lado a la derecha vivía un tío mio.
Hace un par de meses se fue a Miami una prima mía que es la nieta de un comandante . Es bastante joven y bueno aun le gusta Miami. En fin, que no dejo de preguntarme ¿ qué se esperaba de todos nosotros? ya no tanto de nuestra generación sino de los hijos y nietos de gente tan implicada y tan comprometida con eso
bueno un saludo
P.D como es público el sitio no he querido poner ningún nombre
saludos
selma
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